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Publicado en Diario de Noticias de Álava el domingo 3 de mayo de 2018

Todo sucedió hace trece años. Era de noche. Estábamos celebrando. Era una de esas veladas que empiezan de tarde y terminan muy tarde. Y todo bien regado, como debe ser. Todo el mundo sabe cómo van cambiando las perspectivas según las luces se tiñen de colores. Los lunáticos, como las lunas, tienen sus fases y a veces toca cantar, a veces bailar, a veces abrazarse y hasta llorar, y en ocasiones, no siempre, hasta toca venirse arriba y liarla a cuenta de cualquier tontería. A menudo asoman resquemores y resentimientos larvados, o simplemente prejuicios. La cosa es que cuando se tercia, y esto suele ser muy tarde, salta la chispa y, con tanto alcohol encima, la cosa prende como la yesca. Trece años. O puede que fuesen doce, o diez. Aunque sólo fuesen dos ya serían demasiados. Puede que me lo acabe de haber inventado todo. Pero a la postre, ¿quién no se ha visto en una de estas? Ya sea en calidad de testigo, ya de protagonista, ya de mero actor de relleno en el reparto de tortas y palabras gruesas. Cosas de fiestas. De las que, como me decía hace años un amigo gallego para vincularlas con los palos, se llegaba a lo del paisano aquel que decía ilusionado: “para fiestas aquellas en las que mataron a mi hermano”. No se trata de tanto. Que no llegue la sangre al río. Pero por eso mismo, porque no se trata de tanto como parece, por mucho que se exagere, llama la atención la forma en que la maquinaria de la justicia pasa como una máquina por encima de la Justicia y alarga la sombra de una noche agitada a lo largo de cuatro mil setecientas cincuenta madrugadas. Y uno no puede evitar pensar en la balanza y en la venda que tapa los ojos de la Justicia para que no vea como le trucan las pesas los que las manejan. No hay equilibrio. Unos entran en prisión y otros ni la pisan y mientras tanto aquí seguimos, cada uno en nuestras 13.

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