Carter/Metheny y Cecile Mclorin Salvant

Quinta de abono: Sábado 16 de julio de 2016. 21:00. Pabellón de Mendizorroza. Casi lleno. Ron Carter, contrabajo y Pat Metheny, Guitarras. Cecil McLorin Salvant, Voz; Aaron Diehl, piano; Paul Sikivie, contrabajo; Lawrence Leathers, batería.

Hoy he terminado de leer “La noche desquiciada de pasos” de Bukowski. Allá por la página 405 hay un poema que se titula “Las guitarras” y que empieza tal que así:

Por suerte
no tenemos muchas
visitas
pero cuando las tenemos
a veces alguien
se fija en la guitarra
de mi mujer
apoyada en
la pared
y entonces la
noche
se va al
garete

No sé en quien pensaría cuando escribió esto, pero si hubiera estado el grande de Charles ayer en Mendi, seguro que hubiese optado por regalar un contrabajo a su mujer para que lo dejara apoyado en la pared, y esperar, sentado con un whisky o una cerveza y un paquete de cigarrillos, a que Ron Carter le fuese a ver una noche de esas que no se va al garete. Problemillas de sonido al margen, el dúo abrió la noche con la exquisitez propia de los músicos que había sobre el escenario. Metheny parecía comedido y Carter hacía pequeño y ligero el contrabajo. Poco a poco se fue animando Pat y la espesura de su punteo se fue adueñando del aire hasta hacerlo denso. Soplaba por el espacio que dejaban los noteos el aire fresco que despedían los dedos esbeltos de Ron.

Y llegó el descanso. Y subió la voz. Paul Sikivie al contrabajo estuvo eficiente, pero claro, veníamos de oir lo que acababamos de oir. Aaron Diehl sin embargo estuvo sobresaliente. Discreto y elegante acompañando y tornandose en tornado soleando. El batería discreto, y la voz de Cecile acariciando cada esquina del pabellón. Los nudos del aire se iban deshaciendo. Si la mujer de Charles hubiese tenido una McLorin apoyada en la pared y una visita pesada la hubiese puesto a cantar, haciendo callar a la visita, la noche no sólo no se hubiera ido al garete, sino que, como ocurrió ayer, se hubiese colado cielo arriba entre las nubes. Que lástima de no tener un palco elegante, provisto de marisco y regado de burbujas con que seguir, emparejado o solo, las evoluciones del pianista y la cantante. Una cantante como las de antes, con un registro enorme, huyendo de los gritos de las triunfitos o de las malas devotas de Whitney Houston, jugando con la voz, una delicia. Y para rematar una versión de las que te reconcilian con Alfonsina y el mar. Todo un ejercicio de autocontrol y mesura y una demostración de que la sensibilidad no es cosa de decibelios, sino de sensibilidad. Cierto es que en algunos momentos se escapaba algún bostezo discreto. Pero fue sin duda, un perfecto broche para un cuarenta aniversario interesante.

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