Prisas y paciencias

Los revolucionarios no tienen paciencia, tienen prisa. Los reaccionarios tampoco. Tampoco tienen paciencia y también tienen prisa. Son prisas y paciencias diferentes. Son tácticas y estrategias diferentes. Las revoluciones se larvan. Crecen encerradas en su capullo y estallan para volar y hacerse mariposas. No hay metamorfosis que cien años dure. No la hay. Cuando eclosionan no pueden hacerlo con paciencia. La paciencia es cosa de las minorías que las conciben y planifican. Su éxito o su fracaso dependen, en gran medida, de la capacidad de sus dirigentes para saber cuando es el momento y cuando se dan las condiciones para que la explosión sea fulminante. Cuando trascienden generan expectativas en las masas y, como decía al principio, las masas como tales no tienen paciencia, necesitan resultados a corto plazo, aunque sean parciales. Pero resultados evidentes y palpables.

Por eso los reaccionarios, las estructuras que gobiernan con el único objetivo de mantener el status quo que les coloca arriba saben que, la mejor forma de atenuar hasta su extinción a las revoluciones convirtiéndolas en poco más que reformas faciales que a la postre no hacen sino apuntalar el sistema que pretendían derribar, es romperles el ritmo, secarles como se seca en futbol a un equipo ofensivo y bajar el ritmo del partido. Eso y trasladar a las masas la idea de que no hay avances aunque los haya. En su empeño mediático las fuerzas de la reacción se empeñan en varios frentes congruentes entre si.  Niegan el cambio que las alternativas producen. Trasladan la idea de que no son diferentes sino iguales al resto del sistema y, como una gota malaya, trasladan la tesis de que las mayorías son de por sí inertes, conservadoras y miedosas. Poco amigas de experimentos. Y a veces los dirigentes revolucionarios piensan que es mejor pasar por corderos que por lobos. Y se hacen pasar por dóciles, temerosos de espantar a sus huestes. Y bajan el ritmo una vez roto el capullo. Los reaccionarios hacen esto deprisa, y a la vez con paciencia. Y acostumbran a obtener buenos resultados.

Al final, del grueso de los revolucionarios emocionales, de esos a los que en el calentón podríamos ver construyendo barricadas, asaltando palacios y levantando patíbulos, unos se vuelven a casa pensando que la revolución está en manos de melífluos, algunos porque para más de lo mismo ya tenemos lo mismo, y otros porque ven al lobo disfrazado de cordero y desconfían. El lobo por su parte de tanto llevar el traje de cordero sufre una especie de ósmosis y acaba convertido en cordero. Y las fuerzas de la reacción sonríen, porque una vez encendida la mecha son sus propios enemigos, los que podrían desmontarle su status quo, los que se lían a pedradas entre ellos a los pies, pero siempre fuera, de su castillo.

Y así, evidentemente, no Podemos. Las revoluciones puede que necesiten convertirse en procesos, pero siempre empiezan con explosiones. Lo demás son reformas y a veces ni eso, y para reformas nadie mejor que los dueños del garito.

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