La excavadora

Publicado en Diario de Noticias de Álava el 3 de marzo de 2015

Cuando vemos las imágenes de energúmenos armados con mazas destruyendo un museo en Irak no podemos evitar, algunos, echarnos las manos a la cara para no verlo. ¡Qué pena! Pero en realidad, cuando nos paramos a pensarlo, las manos que nos echamos a la cara son manos para ocultarnos por lo que no queremos oír y por lo que callamos. Hacemos como los tres monos sabios pero en versión ignorante, o cobarde, que lo mismo da.

Y digo esto porque es como si el ruido de aquellas mazas no nos dejase oír el de las nuestras. El de las que tiraron el arco de la herrería con nocturnidad y alevosía. El de las que derribaron los conventos de San Francisco o de Santo Domingo, o la iglesia de San Ildefonso. El de la maquinaria que hundió la vieja plaza de Abastos o la coqueta estación de autobuses. No oímos esas excavadoras que corren para eliminar pruebas antes de que llegue el arqueólogo incómodo y pare las obras. Ni esas otras con las que el arqueólogo cómodo se carga parte de nuestro mejor yacimiento romano. No vemos esas excavadoras que entierran en Jundiz o en Zaballa un escenario arqueológico vital en la Batalla de Vitoria para levantar cárceles o fábricas. Ni siquiera olemos el aroma a disolvente de los sprays con que de pronto se decoran nuestras piedras medievales y hasta incluso las cuevitas cenobiales de Treviño.

En esto, como en muchas otras cosas, miramos un poco lo que nos conviene. Nos hacen campañas para acusar a otros sin ser capaces de reconocerse culpables en la parte que les corresponde. Nos enseñan excavadoras para que les saquen fotos a la vez que esconden otras para que no salgan en las fotos. Con estos se siente uno como el árbitro de un partido de tenis, con ganas de gritar alto y claro: ¡OUT! Porque da un poquito de pena esta capacidad que tenemos de ver la maza en el ojo ajeno y no ver la excavadora en el propio.

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