El comando carroña

Circulan por las carreteras del reino montados en sus furgonetas para enlaces en directo. En el maletero de sus coches de apoyo llevan maquillajes, lágrimas enlatadas, caras de drama y también cámaras y micrófonos. Son becarios y son también mercenarios, mercenarios mal pagados. Se alimentan de cadáveres y heridos, y sobrevuelan la realidad en círculos que se van cerrando sobre una columna de humo, una sirena o el triste tañir de un campanario.

Lo mismo da que sea la enfermedad, el accidente, la desesperación o la más simple de las maneras de ser un canalla malnacido. La cosa es que haya alguien lesionado, mejor si es con resultado de muerte; una familia destrozada, mejor si son más; un pueblo, barrio o colectivo humano con vecinos afectados aunque no conociesen casi a las víctimas; mejor si estas son niños o niñas; mejor si hay culpables drogadictos o borrachos… Y allá que van los buitres de las ondas y descienden sobre su presa.

Pero estos buitres no se comen la carroña. La cojen en sus picos y la pasean y la esparcen, la muestran por todo el planeta, y es el planeta el que devora la carroña que los buitres reparten. Y para eso montan sus antenas, y sus radio enlaces, y pintan la raya de sus ojos y limpian sus cámaras y entre cerveza y cerveza en el bar del pueblo graban a vecinos, curas y alcaldes diciendo más de lo mismo mientras preparan las conexiones en directo pernsando para sus adentros, dada su experiencia, que, por poco que se parezcan, todos los muertos son iguales, lo único que les hace distinto es morirse solos o en compañía de otros al alcance de los buitres.

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