Veraneando en San Cristobal

Avanza el mes de agosto y van volviendo en ordenada retirada los veraneantes vitorianos. Viene con ellos el viento africano que ha conseguido hacernos perder aspectos esenciales de nuestra cultura. Estos días he visto en Vitoria a vitorianos que se atrevían a deambular más allá de las nueve de la noche sin su jersey o chaquetita colgando del brazo, y no porque de pronto se hubiesen vuelto donostiarras y lo llevasen anudado al cuello, no. Simplemente es cosa que no la llevaban. Nefastas consecuencias del cambio climático para el modo de ser del alavés de la llanada.

La vuelta de los veraneantes, en todo caso, viene a alterar por unos días la calma chicha en que han vivido la ciudad y sus guardeses, o sea, los que quedan o quedamos de guardia vigilando que la vuelta de los que huyen no tenga demasiadas sorpresas más allá de una calle recién asfaltada o una zanja abierta.

Los veraneantes vuelven cargados de recuerdos que tienen prisa en descargar, no sea que la inane inercia provinciana los sumerja en el olvido antes de contarlos. A fin de cuentas tal parece que hay mucho que viaja más para contarlo que para vivirlo. Son esos viajeros que se empeñan en retratar todo lo que ven más que en verlo. Antes llevaban su cámara, ahora con el movil basta para pensar que vas a conseguir una imagen mejor que la de la postal que hay en la puerta. Te dicen que han estado en París y les preguntas por la Monalisa. Espera un momento, te contestan mientras buscan afanosos en su movil hasta dar con una imagen que te muestran. Allí contemplas un nutrido grupo de coronillas japonesas y al fondo un cristal detrás del cual a duras penas bajo el reflejo de un ciento de flashes ves algo que podría ser la mona lisa o el orangután agudo. ¿Pero la viste? insistes y él contesta, es que había mucha gente sacando fotos, y tú el primero, piensas para tus adentros.

El caso es que el veraneante de vuelta te abruma con el relato de sus viajes, y como son más de uno y más de dos los que viajan y cada uno va a un sitio y cuenta más o menos lo mismo pero de distinto sitio, en pocos días puedes hacer un mapa mundial de precios de menús, marcas de cerveza, características físicas de las habitaciones de hotel, descripción pormenorizada de las zonas de tránsito de los más variados aeropuertos, anecdotarios aduaneros varios y hasta de psicología aplicada a la conducción de vehículos en función de etnia, raza, idioma o título del pasaporte.

Como uno no tiene mucho más que contar que el censo de bares que han permanecido abiertos, ni más fotos que enseñar que las de las del día que fuiste a la piscina o el pantano, pues a veces te da el punto y cuando llega la inevitable pregunta del viajero agotado ya de contar sus andanzas, esa que dice algo así como: bueno ¿y tú que tal? pues va uno y contesta: ¿yo? Veraneando en San Cristobal. ¿De Las Casas? No, entre Olárizu y las vías del tren.

El viajero, más por la verguenza ajena que le da que tú seas tan corto de viajes que por la propia de que él sea tan largo de anécdotas y vivencias, cambia generalmente de tema. El patán viajero, que también los hay y más de los que sería aconsejable, cierra la conversación con una recomendación del tipo: Pues no sabes lo que te pierdes, deberías de viajar más. Por desgracia la recomendación no va nunca acompañada de un cheque.

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