Libertad de prensa

Ayer fue el dí­a internacional de la libertad de prensa. Hace unos siete u ocho meses comí­a yo tranquilamente mi menú del dí­a en un céntrico restaurante. En la mesa contigua un animado grupo de jóvenes comí­a al tiempo que yo. Era viernes. Yo era ya un parado por entonces y ellos eran periodistas. Cubrí­an para sus respectivos medios el Festval, festival vitoriano dedicado a la mayor gloria de la televisión que no obstante es una interesante iniciativa que ha cuajado en los últimos años en Vitoria por la fusión de iniciativas profesionales. No pude evitar poner el oí­do. Puede que ellos fuesen periodistas, pero yo también soy licenciado en ciencias de la Información.

El caso es que anécdotas al margen, el tema central de la mesa era que, apenas un par de horas antes, uno de los comensales habí­a sido despedido. Según parece es cosa habitual despedirte en viernes y una vez que has cerrado tu crónica para que no tengas opción alguna de ejecutar tu legí­timo derecho al pataleo usando el medio que te ha dado de malcomer, ni tan siquiera el romántico deber de despedirte dignamente de aquellos con los que has compartido espacio.

Tras los inevitables mensajes de consuelo, la mesa no tardó mucho en generar el clásico reparto de roles. Estaba el cariñoso, el experto, el resabiado, el escéptico y hasta el topo de la empresa. Este último rol resulta siempre el más patético en tanto que no deja de ser un explotado más que se siente diferente y razona como si fuese residente pensando quizás que así­ se queda al margen de los daños que se cuentan.

El caso es que en la dinámica del consuelo educadamente indignado, la lí­nea argumental dominante es aquella que responde al mal de muchos consuelo de tontos. Vistas las intervenciones de los presentes, y habida cuenta de que “pertenecí­an” a medios diversos, para el comensal espí­a lo que queda diafanamente claro es que en todos los sitios cuecen habas, que parafraseando a Manrique, en llegados a las relaciones laborales tan perros son los carcas como los progres, pues al final los unos y los otros juegan con becarios y despidos.

Eso sí­”¦ se cuenta el caso de aquel que ví­ctima que fue de un despido improcedente en el sentido no figurado de la palabra se tomó la justicia procedente y formó un cristo de cuidado. Se cuenta con admiración, pero con admiración literaria. Como quién habla de Robin Hood mientras hace cola en el banco para firmar su desahucio, o de las aventuras del Zorro mientras paga su recargo por un error en su declaración. Son actitudes épicas como las del Cid o las de Homero protagonizadas por personajes fantásticos, que en cierto modo lo son porque nadie más en el gremio supo de ellos una vez producido el incidente.

La conclusión por tanto a la que llegan los presentes, es que al despedido no le queda otra que sonreí­r y aceptar de buen grado su despido, porque si no ya sabes, no te vuelven a llamar ni estos ni ninguno. A nadie de los presentes se le ocurre que si nadie de los presentes cubriese la vacante tan ignominiosamente generada, por poner un ejemplo de defensa del común de los débiles frente al privado de los poderosos lo mismo estas cosas no se producí­an.

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