El plumero y los recortes

Con esto de los recortes se aplica aquello del rí­o revuelto y la ganancia de pepescadores y no tartamudeo sino que lo digo con toda intención. Amparados en la necesidad de reducir gastos e incrementar ingresos para cuadrar las rentas públicas se activan polí­ticas activas de incremento de la brecha social. Algunas resultan además inicialmente paradójicas, pero en seguida resultan congruentes con el objetivo principal antes citado.

El más polí­ticamente evidente regresivo y antisocial de los recortes es el recorte en educación. Y más aún cuando se combina la reducción del gasto con el incremento del coste directo que el ciudadano debe pagar por él.

La paradoja es que resulta aparentemente incongruente con el argumento que se emplea para justificar otros recortes, como por ejemplo los salariales o los de todos aquellos derechos que están relacionados con el empleo o su ausencia. Se nos dice por activa y por pasiva que los mercados exigen reformas porque nuestra economí­a es escasamente competitiva. Se nos pone la zanahoria de que nuestra competitividad debe basarse en la eficiencia, en la innovación, y en la capacitación profesional, que según parece es escasa en el reino este en el que vivimos. Pero es mentira.

Lo cierto es que todos los recortes y las subidas recaen sobre la enseñanza pública, aquella sobre la que descansa la mayor de las garantí­as de equilibrio social. Aquella que deberí­a conseguir que los ingenieros sean los que quieran serlo y tengan capacidad para serlo, y no los hijos de los ingenieros o los de aquellos que puedan pagarlo. A mayores precios las clases medias tendrán crecientes dificultades en financiar los estudios superiores de sus descendientes, que son los que mayormente hacen uso de las instituciones públicas. Como los ricos seguirán yendo a sus universidades de ricos, las públicas perderán alumnado lo que, lejos de suponer una mejora de la enseñanza, constituirá un perfecto motivo para reducir aún más sus plantillas y sus medios.

A la larga, los descendientes de los ricos seguirán teniendo mejor preparación y consiguientemente mayor posibilidad de acceso a los puestos de trabajo mejor pagados. A esta facilidad se sumará la inexorable ley del mercado que hará que se valoren más sus escasos méritos, tanto por el esfuerzo con que se han conseguido como por lo  exiguo del número de los que pueden conseguirlo.

La educación básica, igualmente recortada en su vertiente pública, se encargará de rematar la imposibilidad de acceso en igualdad de condiciones a becas y números clausus sobre los que pesará más que los condicionantes socioeconómicos los argumentos falsamente académicos. Y digo falsamente porque tal como he indicado no podrá garantizarse que los alumnos de una enseñanza pública depauperada y masificada consigan los mismos resultados que los de unas escuelas privadas que, curiosamente y ví­a sistema de concertación, se pagan mayormente con fondos públicos para el disfrute de las élites privadas.

Todo tiene su lógica aplastante para la gran mayorí­a de la que muchos formamos parte. Este mundo de genios occidentales, en el que nos dedicamos a añadir valor mientras fabrican los chinos no es sostenible, no para todos, y ya sabemos, y el que no lo supiera deberí­a estar empezando a darse cuenta, que la derecha sabe tradicionalmente establecer claramente cual es la frontera que separa el ellos del todos.

De permitir esta polí­tica socialmente regregresiva en lo que a la educación se refiere, el horizonte que se nos presenta es muy claro, incluso evidente por más que lo camuflen: Ellos tendrán jovenes estupendamente preparados que tendrán trabajos enormemente valorados y hasta casi de forma imprescindible suculentamente pagados. El resto seremos competitivos en el más puramente asiático de los estilos, vendiendo nuestra fuerza de trabajo a precio de saldo y volviendo, cada vez más rápidos, a recuperar la condición de proletarios que nunca perdimos realmente por más que lo soñásemos.

Yo ciertamente no es el mejor porvenir que deseo para mis hijos.

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