Lecciones del Temple

Por más que pudiese indicarlo el tí­tulo no voy a hablar de tauromaquia aún a pesar de que empiece uno a sentirse toreado a la vez que cada vez más necesitado del temple suficiente para no liarse a garrotazos.

Quiero hablar de lo que nos enseña la historia y nosotros, obcecados en un futuro tan negro como cercano nos empeñamos en ignorar. Tanto hacer prospectiva, análisis de riesgo y futuros, debates ideológicos y grandes propuestas estratégicas y mira tú lo que tenemos escondido en los libros de la historia.

Ocurrió hace 700 años. Empezó en el mismo Parí­s y se remató en el concilio de Vienne. Me refiero, por si alguien aún no ha caí­do, a la disolución de la orden del Temple. Nada tan esotérico como muchos pretenden sino bastante más prosaico y familiar de lo que muchos conocen.

Simplificando el asunto podemos decir que Felipe el Hermoso, no el que que recorrió nuestras tierras en un cómodo ataud sino el Felipe IV rey de Francia y de Navarra gracias a su bodorrio con Juana I de Navarra, disolvió el Temple por dos fundadas razones. Razones de peso.

En primer lugar el Temple es reconocido como una de las primeras instituciones financieros de nuestro aún prerrenaciente occidente. Esto es, acumuló riquezas por medios más o menos legí­timos y las puso en circulación para apoyo y sustento de reinos y monarcas. Claro que, como buenos financieros, tení­an la fea costumbre de reclamar lo que prestaban, ya fuese en efectivo o en lo que hoy llamarí­amos tráfico de influencias. Así­ lo hací­an hasta que llegado un momento tenián más poder real que la propia casa real, cosa de la que se dio cuenta el que además de el hermoso, visto lo visto, no era el tonto.

En segundo lugar son, no sólo la primera institución financiera a gran escala, sino así­ mismo la primera institución transnacional o, como serí­a más adecuado decir en los tiempos de los que hablamos, la primera corporación multireinal. Su influencia escapaba y se escurrí­a a las embrionarias instituciones nacionales jugando sus propios intereses al servicio del papado y suyo propio en oriente y en occidente.

De manera que, en vez de plegarse a las pretensiones económicas del temple, y en lugar de hacer la vista gorda a las maniobras polí­ticas más o menos encubiertas que minaban su poder fue Felipe el Hermoso y se los llevó por delante. Los bienes fueron a parar a su bolsa y los malos  la hoguera. Eso sí­, de forma previa e inteligente se encargó el Hermoso de que la población, siempre ávida de morbos e historias turbulentas tuviese por seguro que no se trataba de algo prosaico sino de algo fundamental para la defensa de la fe y del orden moral. Sin más pruebas que rumores, en una de las primeras campañas de intoxicación informativa que se recuerdan, el vulgo asumió como ciertas las acusaciones de todo tipo de perversiones y tropelí­as, y con ese caldo de cultivo aplaudió sin reservas la ejecución de estos señoritos que además de malos eran ricos y tení­an pillado al que más o al que menos.

Limpiamente Felipe IV se quitó de encima las deudas y los troyanos. Casi, casi lo mismo que hacen hoy nuestros gobiernos.

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