La paradoja del riesgo

La aceleración que vivimos, y la falta de tiempos momentos para parar y reflexionar nos lleva a menudo a numerosas paradojas en la que nuestros comportamientos, y los miedos o expectativas en que se sustentan son a menudo contradictorios.

El riesgo es una palabra omnipresente en nuestras vidas, especialmente desde que apareció su prima empeñada en complicárnoslas, y sin embargo vivimos empeñados en ignorarlo o cuando menos en no asumirlo. Eso si, siempre estimamos que las consecuencias, si las hay, las deben de asumir otros aún cuando haya sido nuestra presión la que les haya hecho asumir riesgos que conocí­an y cuyos daños pretendí­an evitar. Como entiendo que puede resultar un poco complicado esto que digo voy a poner tres simples ejemplos:

Riesgo terapéutico.

Cuando vamos al médico queremos una solución ya. Cuando el médico o especialista pide más pruebas, o requiere especialistas adicionales , o invita a esperar antes de intervenir le acusamos de diletante, de timorato o de mingafrí­a, y exigimos nuestra solución ya. Poco importa que el encargado de dárnosla valore los riesgos y entienda que el porcentaje de fracaso puede ser lo sufcientemente relevante como para asegurarse, disipar dudas y reducir riesgos. Pero si al final, impelido por nuestra obcecación cede, nos interviene, y algo sale mal, entonces nos echamos sobre él y sobre toda la institución sanitaria y les hacemos responsables del fatal resultado del riesgo que no quisimos reconocer y por tanto ni remotamente asumir. Luego nos extraña que nos hhagan firmar papeles.

Riesgo financiero

Uno va con sus ahorrillos y sabiendo como sabe dentro de su ignorancia macroeconómica que el tipo medio de interés del mercado es, pongamos por ejemplo, de un 5%, ignora su popular sabidurí­a y haciendo caso omiso de aquello de que nadie vende duros a cuatro pesetas, se mete en una inversión que le promete un 10, un 12 o un lo que sea de interés. No se molesta antes en informarse de los riesgos, ni en llamar a la comisión nacional del mercado de valores. No hay riesgo. Eso sí­, cuando se produce el crack inevitable entonces coge la cacerola, el silbo y la pancarta y se planta enfrente de aquellos a quienes debió preguntar previamente para hacerles responsables y pedir sus indemnizaciones.

Riesgo metereológico.

No podí­a faltar un dí­a como hoy. Hastiado de tal profusión de alarmas de todos los colres, convencido de sus capacidades como el mejor de los pilotos de rallie filandeses y armado de su vehí­culo no preparado uno se lanza a la carreta ignorando todo tipo de reiesgos, alarmas y hasta amenazas. Camino de la carrocerí­a o del cuarto de socorro uno va hablando por su movil y ciritcando la negligencia de las administraciones, los servicios de mantenimiento de carreteras y hasta de la Ertzaina por no detenerle, cosa que es hasta posible que hubiesen intentado sin convencerle. Algo parecido pasa con otras inclemencias previstas o previsibles.

Riesgos que no asumimos pero cuyas consecuencias sufrimos. Y todo por no entender que mucho de lo que no ocurre es fruto más a menudo de nuestras ndecisiones que de nuestras decisiones. Quejarse por ejemplo de que un gobierno de derechas con la mayorí­a absoluta que por activa o por pasiva le hemos dado hace una polí­tica de derechas no deja de ser otro ejemplo. Quejarse de padecer una crisis que no hemos provocado después de haber intentado coger nuestras migajas en vez de pelear por quitarles de las manos a los que la han provocado los instrumentos que han usado para hacerlo, otro más. Y así­ podrí­amos seguir ad infinitum.

No se trata de ser timoratos ni cobardes sino todo lo contrario. De para algún instante para mirar atrás, adelante y a los lados, analizar la situación, evaluar los riesgos y tomar el mejor camino para evitarlos. Pero para eso hace falta abrir los ojos siempre, incluso delante del espejo.

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