Arzuaga y la globalización

Tení­a desde hace más de una semana mirándome desde la hoja arrancada de un dominical la estampa de Amaya Arzuaga retocando un largo vestido rojo junto a una lavadora y a una columna de texto. La hoja la arranqué no por despecho, sino por la impresión que me causó no ya la foto, que también tendrí­a su comentario, sino el contenido del texto a que hací­a mención.

Bajo el titular “Amaya Arzuaga se va de Lerma” el texto narra con cariño, abnegación y casi admiración las tristes circunstancias y nobles motivos que han llevado a la empresaria y diseñadora a tomar la triste decisión de cerrar su factorí­a de Lerma dejando a 30 personas conciudadanas en la calle y reiniciar la producción en China o en alguno de los paises emergentes. En el colmo de lo lacrimoso, la empresaria, después de aclarar que “nosotros somos un lujo y la gente en estos momentos no tiene poder adquisitivo, y a quien lo tiene le da como apuro gastarse dinero; la única forma de subsistir es abaratando costes”, relata compungida que el cierre de la factorí­a “está siendo una experiencia horrible”. Eso sí­, según su versión propia, los empleados con una media de antiguedad de 30 años la comprenden porque “ven como está el mercado”.

Recuperado de la impresión y tras gastar una caja de kleenex enjugando mis lágrimas ya más serenado voy pasando de compungido a indignado.

Que la ropa de baratillo tenga que abaratar costes de producción para poder competir en los mercadillos no lo comparto pero hasta podrí­a entenderlo. Pero que con tamaño descaro se me diga que la única forma de vender ropa de lujo con cierto margen es coserla utilizando mano de obra barata y prácticamente explotada no puedo llegar a entenderlo. Ya se que lo hacen nike y adidas y cualquiera que se precie. Pero lo hacen mayormente por incrementar el beneficio. Aquí­ empezamos hace años con aquello del valor añadido, y como ya he comentado en alguna ocasión, lo malo que tiene el valor es que vale porque es escaso, y al final no hay tanto valor que añadir para tanto europeo y así­ estamos cada vez más orgullosos de nuestro desempleo.

Lo de la comprensión de sus trabajadores lo dudo. Es cierto que es posible que la entiendan porque efectivamente como buenos trabajadores saben como está el mercado. Aspirar a un sueldo digno y unas condiciones humanas de trabajo no es rentable para los que buscan multiplicar el beneficio. Y si lo comprenden y lo aceptan aún más grave. En el fondo, el desmantelamiento productivo de nuestro continente se ha hecho con la colaboración activa o pasiva de sus ciudadanos.

Activa porque a la hora de comprar quien más quien menos miramos el precio y cerramos los ojos, y los productos que hoy compramos más baratos que los que nosotros mismos fabricamos sin hacer preguntas son los mismos que a la larga nos convierten no ya en prescindibles, sino incluso en estorbo para nuestros empresarios. Mientras los obreros caminan rumbo a las oficinas de empleos que no existen, los industriales se han convertido en importadores, y al final ellos también acabarán sobrando.

Activa porque todos nos hemos convencido de que somos los mejores, y si todos somos los mejores terminamos por ser todos iguales, es decir, o bueno o malos, pero no mejores ni peores, y en la punta de la pirámide no cabemos todos.

Pasiva porque no hemos obligado a nuestros gobiernos a plantear mecanismos que compensen el dumping ecosocial que implica la producción en paises emergentes con salarios mí­nimos, sin derechos sociales ni laborales, sin controles medio ambientales y sin cumplir en general los requisitos que aquí­ consideramos necesarios. Impelidos por el mito del libre comercio hemos dejado desmontar nuestra parte del planeta a costa de explotar a la otra y provocar su degradación medioambiental.

Puede que Arzuaga tenga más razón de la que cree. Nosotros somos lujo, y gente como ella más. Un lujo que muchos vemos cada vez más innecesario. Eso sí­, tengo la impresión de que cuando encontremos los cristales ahumados que nos permitan tener los ojos abiertos ante la fascinación del tercer milenio y sus iconos tecnológicos, innovadores, añadidores de valor y demás í­dolos con pies de barro, puede que podamos darnos cuenta que nuestro valor añadido está en cosas tan baratas como la filosofí­a, las artes, la cultura y sobre todo, la capacidad de ajustar nuestra vida a nuestra realidad, y dejarnos de vivir como marqueses globales rodeados de lacayos “emergentes” y recuperar el orgullo de hacer nuestras labores y hacerlas bien.

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