Elogio del papel

Hace años, cuando daba mis primeros pasos en el proceloso mundo del trabajo, tuve la enorme fortuna de trabajar en una empresa en la que se concentraba una gran cantidad de innovación, de desarrollo, de investigación, de motivación, de gestión solidaria del conocimiento, de incentivación del emprendizaje, de flexibilidad de horarios, de implicación colectiva en un proyecto común, etc. etc. etc. Muchas de las cosas que he citado se hací­an con naturalidad, y se hací­an incluso antes de saber que se llamarí­an así­. Se tení­a más cuidado en las prácticas que en las descripciones, en los hechos que en las palabras. Fue de hecho la progresiva inclusión en la plantilla de los teóricos de la organización, de los magos de las palabras (nosotros les llamábamos “los cuatrocientas” porque era más o menos lo que se llevaban como mí­nimo al mes) los que acabaron destrozando todo aquello que habí­amos construido con sus contabilidades analí­ticas, técnicas avanzadas de gestión de proyectos, controles horarios, consultorí­as humanas y divinas, etc, etc, etc.

La empresa quebró en el 93 pero yo la sigo recordando por mucho de lo que entonces aprendí­ y que hoy, más de veinte años después, sigue siéndome de gran utilidad.

Una de esas cosas es mi posición escéptica, en cierto modo mitófoba pero fundamentalmente pragmática en relacion con el desarrollo tecnológico. Eran los tiempos anteriores a internet y ya se hablaba del fin del papel como soporte. Aquellos CDs, CD-is, VideoDiscos, etc, etc, empezaban a permitir a los augures del final del segundo milenio pronosticar el final de la era del papel. Parecí­a por momentos que la culminación del postmodernismo no era el final de la historia sino el del papel.

El papel blanco no sólo no descendió de consumo sino que éste se multiplicó. Cuando habí­a que escribir a mano o a máquina se corregí­a, no se volví­a a imprimir. Cuando no habí­a fotocopiadoras baratas las copias se pasaban de mano en mano o de mesa en mesa, no se distribuí­an a cientos. Los documentos tení­an entonces un aura que en cierto modo han perdido. Lo que ya avanzara Benjamí­n en relación con la obra de arte y la difuminación de la propia entidad del original como ente primigenio y aural se trasladó al terreno del estudio, el informe y el documento. La capacidad y facilidad de la multireproducción masiva disparó el consumo de papel y complicó la gestión de las copias.

Con el libro pasa algo parecido. La aparición de los soportes electrónicos tanto tiempo anunciada y tantas veces fracasada parece que por fin lleva camino de hacerse un sitio entre nosotros. No negaré su interés, pero permí­taseme mantener también en este terreno mi escepticismo, mi mitofobia e incluso mi pragmatismo que resumiré en una anécdota nacida en aquellos años de aprendizaje laboral en VideoBanco & Marketing (que así­ se llamaba la empresa de la que hablaba al principio).

La Biblioteca Nacional sacó a concurso la museización del libro y lo relacionado con él en un espacio interactivo y multimedia. Era uno de los últmos cartuchos que le quedaban a la empresa y todos nos volcamos en un proyecto creativo, imaginativo y hasta valiente para aquellos inicios de los años 90. Eran diversas instalaciones entre las que yo recordaré siempre una que, aún siendo tecnológicamente sencilla, y “monumentalmente” discreta, era sin embargo una máquina de hacer pensar fruto de la imaginación de Isidro Moreno, uno de los realizadores guionistas de la casa.

Se proponí­a al usuario un trabajo de investigación y desarrollo. Debí­a definir las especificaciones que deberí­a tener el soporte de información del futuro a través de una serie de preguntas para las que se ofrecí­an varias respuestas. Eran preguntas relativas a su forma de uso, lineal, interactiva, etc. A su dependencia energética. A su durabilidad. A las condiciones de entorno necesario, a su tamaño, a su peso, a su portabilidad, a su almacenamiento, a su recuperación etc. etc. Se trataba de diseñar un soporte lo más autónomo posible, lo más usable posible, lo más interactivo posible y lo más duradero posible. ¿Sabeis cuál era el resultado? Pues que ya estaba inventado y se llamaba libro. Sin pilas, baterí­as, ni enchufes. Capaz de consumirse en lí­nea o abrirse en cualquier página y en cualquier sitio. Duradero tal como lo atestiguan los incunables y hasta los textos clásicos. Fácil de llevar de aquí­ para allá y muchas más ventajas que podrí­an traerse aquí­.

Cada vez que oigo encendidos elogios del e-book, del ipad, del tablet o del yo que sé, y miro lo efí­mero de las cintas de ví­deo, la incógnita en la durabilidad de los CDs, la continua mutabilidad de los soportes, y hasta lo etéreo de “la nube” recuerdo aquel juego y miro con cariño y con sonrisa los kilos de papel que habitan en mi biblioteca.

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