La mitad de la verdad.

La mitad de la verdad no siempre es cierta. La mitad de la verdad esconde a veces la mentira. Insistir una y otra vez en percibir el mundo desde un lado de la barrera no contribuye a estar en lo cierto, más bien todo lo contrario, nos aleja de la verdad. Se que puede ser cierto que al final lo que cuenta no es la verdad como valor absoluto, sino la verdad en sentido más relativo que nos ayuda a ser más nosotros mismos. O a que seamos más los nosotros que alguien quiere que seamos. Posiblemente más por su bien que por el nuestro.

Estos dí­as estamos de aniversario. El aniversario de una masacre. Una masacre en la que murieron pongamos unas 3.000 personas. Una masacre que sirvió como punto de partida para toda una sucesión de pequeñas o menores masacres que sin embargo, en tanto que afectan mayormente a los mismos, pueden considerarse en conjunto como una masacre cuantitativamente mucho mayor que aquella cuyo aniversario recordamos.

Estaba el otro dí­a viendo uno de los múltiples programas especiales dedicados al evento. La presentadora iba enlazando los ví­deos de acuerdo al guión preestablecido y de pronto dijo algo parecido a:

El 11 – S cambió para siempre la vida de mucha gente que no estaba en las torres ni tan siquiera en sus alrededores.

Yo pensé, visto el tono “humano” del relato y de los ví­deos anteriores, que iba a ver un ví­deo sobre la historia de, pongamos, una pací­fica huérfana afgana que vio como invadí­an sus pais, le liberaban a la fuerza los mismos que habí­an armado y ayudado a los que la esclavizaban y los mismos que desgraciadamente y por error se cargaban a toda su familia mientras celebraba pongamos una boda.

Pero no. Lo que vi fue el emocionado discurso de un niño que estaba aún dentro de su madre cuando su padre se quedó dentro de la torre. Un discurso muy cristiano, muy familiar, muy sentido. Los niños aún no nacidos son evidentemente inocentes, como lo  son muchos de los que han perecido en Irak o en Afganistan, ví­ctimas de los unos o de los otros, lo mismo da, ví­ctimas del más común de los sentidos, el sinsentido que hace que haya gente capaz de matarse y matar por los dioses que en el mundo habitan, sean presuntamente inmateriales, sean precisamente materiales.

No he visto entre todas las historias humanas que rodean la catástrofe ninguna que hable de los que se comieron una guerra sobre sus cabezas sin comerlo ni beberlo. Seguimos contando los muertos por su pasaporte, y así­ no es anormal que acabemos pensando que solo nosotros tenemos sentimientos, que ellos no los tienen, que sus tragedias no tienen parangón con las nuestras, que su dolor no es humano, y ese es el quid de la cuestión, deshumanizarlos para que no nos de pena matarlos.

La verdad de nuestro dolor necesita anular su capacidad de sentirlo. En nuestro relato dramático y dolorido sobran todos ellos, los asesinos y los que comparten con ellos etnia o pasaporte. En nuestro relato digo, cuando en realidad debiera decir en el relato que algunos de nosotros nos quiere imponer como cierto a base de ocultar el resto. La técnica es vieja. Pero vistos los resultados se ve que sigue siendo efectiva, muy efectiva.

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