Autocrí­tica 2.0

El pasado lunes, o sea antes de ayer, hay que ver lo rápido que pasa el tiempo, se celebró en Vitoria – Gasteiz un evento. Un evento 2.0. Un evento magní­ficamente organizado por Carlos Gutierrez (@GutierrezCarlos) que bajo el tí­tulo Polí­tica redes habí­a sido ya desarrollado en sitios como Madrid, Sevilla, Zaragoza o Barcelona. La fórmula es sencilla. Se junta a los candidatos a las próximas municipales, se reúne a un grupo de personas, se abren los canales y listo.

Los polí­ticos hablan, pero poco y a continuación los polí­ticos responden. A los que siguen el tema en vivo y en directo, y a los que lo siguen por streaming también, a través de twitter, básicamente. Puede incluso que alguno de los presentes twuitee su pregunta en vez de alzar su voz, pero es lo que tiene esto de los dispositivos móviles, te ahorra el mal trago de tragar saliva para decir algo. Lo cual es bueno y malo, como más adelante veremos.

Enunciado el acto vayamos a las impresiones, los análisis son más sesudos y exigen más tiempo, más datos y mejores condiciones (hoy estoy un tanto gripado).

Si titulaba estas lí­neas Autocrí­tica 2.0 es porque sinceramente creo que a veces hay que hacerla. A veces nuestro discurso, cuando nos ponemos en teóricos y analistas de nuevos medios, destila un cierto aroma de etnocentrismo, tecnocentrismo podrí­amos decir en esta caso. Y puede que no lo haya, pero como siempre se dice de la mujer del cesar, hay que parecerlo además de serlo.

Ese tecnocentrismo deviene de una orientación demasiado finalista de lo que con toda su influencia y su capacidad de trasformación no pasa a menudo de ser algo a analizar en una dimensión más instrumental, especialmente cuando derivamos a consideraciones acerca de su capacidad transformadora como algo inherente a la herramienta, y no como algo que la herramienta puede facilitar… o no.

Me vienen a la memoria los encendidos discursos sobre el papel revolucionario de aquellos equipos de grabación autónomos (y además en pareja) a los que llamar portátiles era casi un eufemismo. Me refiero a las ENGs con camascopio y magnetoscopio de 3/4 de pulgada, el mí­tico U-Matic. Luego vinieron los camcorder, el Betacam, y por fin los formatos digitales. Ya sólo llevan grandes cámaras los pobres y hasta las imágenes de los móviles se maquean para alcanzar estandards broadcast. Pero que fue del cambio. Los grandes agentes de trasporte de noticias siguen siendo los mismos. Uno o dos casos virales para justificar lo abierto del sistema y poco más. Revolución 0.0.

Internet en sí­ mismo serí­a lo que se dijo que serí­a el video, y tampoco bastó, tuvimos que poner en marcha la revolución 1.0, y cuando esta se agotó en si misma nos lanzamos a la 2.0, y en eso estamos, camino de la 3.0.

A menudo pienso que, como adivinos, los tecnólogos y los analistas de medios tendrí­an poco futuro. Pero eso no importa demasiado. Aplicamos el principio trotskista de la revolución permanente a nuestros postulados y seguimos adelante.

Y el caso es que en debates como el que vimos el lunes en Vitoria, me surgen otras preguntas que no tuvieron respuesta. Coincidimos varios de los presentes, virtuales o reales, en lo pardillitos que aparecí­an los polí­ticos. Pero cabe preguntarse ¿de qué sabe un polí­tico? ¿de qué tiene que saber? ¿es posible saber de todo lo que tiene que saber? Empezando de atrás adelante lo cierto es que es imposible saber de todo. Lo habitual es que cada uno sepa más de una cosa que de otra. Lo que se espera, o deberí­a de esperarse, del polí­tico es que sepa elegir a quien le rodea y le asesora de forma que pueda tomar las decisiones más congruentes con lo que realmente debe saber y tener claro, el modelo de sociedad por el que está en polí­tica. Si es conservador para mantenerlo, reforzarlo y mejorarlo y si no lo es para transformarlo.

Dicho esto parece claro que en este como en muchos otros campos, el verdadero debate que interesarí­a, creo yo, al público asistente está más bien entre los asesores, los community managers, que dirí­amos. Ellos mejor que nadie podrí­an hablarnos de sus estrategias, de sus jefes, de lo que les piden y de lo que les rechazan. De sus tácticas y técnicas para vencer miedos y superar barreras, de sus tensiones con los aparatos, más que con los lí­deres, de su relación con el resto de asesores o gentes del staff.

A ellos incluso podrí­amos preguntar sobre su vinculación emocional y, por qué no polí­tica con los mensajes que difunden, de su comprensión de las ideologí­as y de los condicionantes no ya polí­ticos, sino éticos y hasta estéticos que suponen. Serí­a incluso bonito verles hablar de polí­tica. De la Polí­tica con mayúsculas. De la polí­tica entendida como una de las bellas artes que dirí­a Quincey. Igual eso nos ayudaba a calibra mejor el fiel de la balanza, ¿que es polí­tica? ¿qué es marketing? ¿qué fue de las ideologí­as? ¿qué es lo que realmente se cree el que nos lo tiene que hacer creer? ¿qué queda cuando baja el telón? Quizás por ahí­ tengamos una ví­a para analizar el por qué de la desafección, de la desideologización, de la despolitización de la polí­tica.

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