Crónica negra

Comentaba en eso del facebook que hay dí­as que se te llenan de muertos. Y la cosa que tiene esto de cumplir años es que cada vez son más a lo largo del año. Esta semana, o lo que llevamos de ella, ha sido especialmente prolija en tener noticia de gente a la que no vas a volver a ver.

El lunes estaba departiendo digitalemente con mi señor padre, que por cierto cumplí­a años, cuando me informó del fallecimiento de la hija de un mútuo conocido. Arantza Ibarrondo murió sin que llegase a conococerla, pero me duele como duelen las ausencias que duelen a la gente que conoces. Las muertes se pueden sentir por el hueco que dejan en el mundo, en tu mundo, o por la grieta que crean en el mundo de la gente a la que aprecias y conoces.

Estábamos en esas, cuando en la vueltica que diariamente doy, más que nada para acostumbrar a mis sentidos a percibir el mundo por si mismos y no a través de internet aunque lo de las cervecitas también tiren lo suyo, voy y me intereso, como hací­a con cierta frecuencia,  por la salud de una amiga. A Dani la que llegué a conocer más que Arantza aunque fuese más que nada como compañera de su compañero. Bueno, pues resulta que me entero primero de que Arantza compartí­a planta con ella y, tras sonar el teléfono, resulta que me indican que lo que antes era planta compartida ahora es subsuelo y mañana, por ayer y hoy, será humo en el cielo y compartirán sin conocerse un lugar entre las nubes. De lo del acto civil hablaremos otro dí­a… hoy, si el tiempo me deja, algo haré de poesí­a.

Ya era martes y según se concretaba en los medios la noticia y el anónimo daba paso a las iniciales, y las iniciales a los apellidos y los apellidos al recuerdo, resulta que, puede que abrumado por sentir tan cerca la muerte entre las nubes, el amigo Pedro, el de Campezo, se fue plataforma abajo y terminó con sus huesos en el suelo. Mañana irá camino del cementerio allá en su pueblo. Se llevará el recuerdo de las comidas y sobremesas de los dí­as en que le conocí­. De las copas y los chistes que contamos y de las risas que gastamos.

Envuelto en esta marisma de infortunios repasaba las esquelas del correo para confirmar la hora de un entierro, cuando veo en vez de ello un agradecimiento. Era la familia de Fede Arozena. Compañero de vermús y esquina de la barra que me recibí­a a menudo con una sonrisa que no prodigaba en demasí­a, que protestaba con socarronerí­a sobre la temperatura de la cerveza o la pericia de la camarera, o la mujeril avaricia del camarero mientras recordaba anécdotas y peripecias. Los dí­as aquellos de la esquina se perdieron. La última vez que le ví­ la muerte le iba clavando los ojos bajo las cejas, a los lados ambos de la nariz, sin poder esconder del todo esa mirada despierta y vigilante, esa herencia de fotógrafo inquieto que le acompañaba al ritmo de una forma peculiar de andar a medio camino entre el estilo y la cojera.

Puede que fuese todo una maldición que el vecino de papel, Petite, me enviaba por no ir a hacerle un homenaje, pero tengo la impresión, mire usted por donde, que este era de aquellos a los que hay que hacerles caso y no dorarles la pildora como te piden que hagas con ellos o con otros, aunque sepas que en el fondo si vas te lo agradecen y si no vas… pues ya ves… En cualquier caso también puede decirse aquello de que ya no está sólo, para los más crédulos porque estará acompañado y bien acompañado, para los menos porque simplemente no está, ni el ni los otros a los que hoy me refiero.

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