Marcelino y las catedrales

Vaya por delante de todo uno más de la avalancha de elogios, de los batallones de loas y de las hordas de alabanzas con que por doquier ha sido glosada la figura de Marcelino Camacho. Un hombre más que coherente congruente, consistente y sólido. Un hombre al que como bien prometió en su dí­a, la vida no le doblegó. Vaya mi pena unida a todas las penas y vaya además mi pena como en el dómino: vaya mi pena doble.

A la pena de los demás uno yo la mí­a propia. La pena por esta sociedad que alaba y valora a hombres como Marcelino como quien habla de una catedral, de una pirámide o de un templo romano. Obras de las que se pondera la fortaleza, la proporción, la majestuosidad y lo inmenso de su obra. Obras que sin embargo nadie osa acometer ahora so pena de ser llamado loco, excéntrico, anacrónico y en el mejor de los casos visionario. Son obras para contemplar en su enorme inutilidad aunque en su dí­a fueron obras vivas y llamadas a cumplir una misión. Son obras para visitar y marchar, para sacar fotos y guardar recuerdos. son como mucho y en el mejor de los casos obras para estudiar como elementos del pasado. De un pasado que ya no volverá. Así­ me suenan los ecos de Marcelino cantados por los mismos que pregonana a los cuatro vientos que Marx ha muerto, que no hay revolución posible, que el comunismo es un vestigio del pasado, que ya no existen las clases, y mucho menos la obrera, que el capital no es el culpable, que el capitalismo no es tan malo, que los mercados son sabios, que los bancos necesarios, que los sindicatos son inútiles y aprovechados, que la izquierda debe refugiarse en las flores y en los cantos, que la república es algo que no tiene sentido, que tantas y tantas cosas que parecen fruto del pasado aún estando presentes, vivas y coleando no lo están aunque las veamos. Por eso me da pena doble, por lo que se va y por lo que nos queda… un planeta de engañados autocomplacientes…

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