Un año más.

Hoy a las seis de la tarde mis ojos se enrojecerán. Mi labio temblará, y sólo los saltos de mi niña me despertarán y conseguirán evitar que las lágrimas de emoción que se agolpan en mis ojos salgan cual torrente. He pasado muchos años viviendo cada 4 de agosto en la distancia. En la Hoya, en Laguardia, en las campas de Itaida, hasta en Madrid en el patio de mi casa donde montamos un celedón que bajó desde nuestra ventana en el tercero hasta la de Blanca en el segundo. Pero de un tiempo a esta parte no me pierdo el celedón en vivo. El ruido de la plaza. El estruendo de los cohetes de bienvenida. El sonido de campanas y txarangas y el grito unánimemente coreado con un ¡Gora! He llevado a mi hijo conmigo desde que tení­a menos de dos meses hasta que, cosas de la edad, prefirió la compañí­a de los suyos y el bullicio del agua y el champán. Tomó el relevo su hermana. Y con ella vamos yendo año tras año, y me da la impresión de que me quedan pocos. Enseguida también ella preferirá sus propias compañí­as. Seguiré entonces mi travesí­a del desierto yendo sólo hasta que quizás un dí­a tenga un nieto o nieta a quien llevar engañado y un poco chantajeado por la perspectiva de globos, helados y chucherí­as, y sentiré como todos los años he sentido el peso de la tradición y el de los recuerdos agolparse bajo mis párpados y aflorar en la piel de mis brazos.

Saltaré, como siempre he saltado, un par de veces, y aún en el supuesto de que el tabaco forme parte lejana de mi pasado ahora presente, no dejaré de retar a mi aún no superada adicción encendiendo un buen habano a la salud de los Castro. Puede que Celedón tenga canas, que los toros haya que verlos a escondidas, que los blusas lleven faralaes y que en lugar de euskaltel nos patrocine la roja. Para mi seguirá siendo una tarde especial. Una tarde mí­a. Una tarde vitoriana.

Por todo eso y nada más me siento identificado y representado a la perfección en las ocho manos que hoy encenderán el txupinazo. Los brazos de Joseba, de Aurora, de Pedro y de Patricia serán los mí­os y los de tantos y tantos que año tras año desde la florida hasta el banco españa no quitan sus ojos del balcón desde el que parte, como el rayo, un pequeño artefacto cuya explosión libera nuestra alegrí­a y provoca nuestra emoción. Ellos vivirán hoy un dí­a inolvidable. Lo llevan viviendo ya hace dí­as y hasta semanas. Pero lo viven hoy porque lo llevan viviendo mucho más que estos últimos meses, lo llevan viviendo toda su vida, igual que nosotros lo vivimos y enseñamos a vivirlo a quienes nos reemplazan generacionalmente o nos visitan para siempre o para unos dí­as. Para ellos, para nosotros y para todos… ¡felices fiestas!

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