Errekalehor

De cuando en vez repaso mi cuaderno de notas y encuentro apuntes tomados en caliente para apuntes como éste. Es mi depósito de ideas, del que tiro por necesidad o por aburrimiento, o simple y más frecuentemente por la humana y comprensible curiosidad que me produce descubrir todo lo que se me olvida.

Aprovechando estos dí­as de relajo descubrí­ el otro dí­a una notas a cuenta de la excursión que un colectivo de artistas organizó a Errekalehor un sábado cualquiera de un mes no muy lejano, y mira tu por donde me ha dado por rescatarlas.

Errekalehor es uno de esos barrios que más que periféricos son simplemente lejanos satélites con órbita propia. Son en realidad una célula de ciudad en medio de la nada. Una cascada de bloques de viviendas blancas acostados sobre una ladera en lo que eran entonces las graveras más allá de la nada. Las casas, la iglesia el forntón y el bar. El camino o carretera de acceso y pare usted de contar. Allí­ viví­an tranquilos los honrados ciudadanos que, en buena lógica y dado su aislamiento, constituyeron con el paso de los años una comunidad, una célula urbana casí­ independiente y en cierto modo autosuficiente.

Las casas no eran gran cosa, lógico si atendemos al destino obrero de las mismas y a los digamos escasos atractivos del barrio y sus objetivos. Vamos, que no era eso que llamarí­amos una zona residencial, como El Viso en Madrid o la Ciudad Jardí­n o el Alto de Uleta en la misma Vitoria. Su precio era acorde con su calidad y posición, y todo iba relativamente bien, como decí­a hasta que la ciudad creció y de pronto Errekalehor pasó de estar en el centro de la nada a quedar en mitad de un nuevo barrio que llegaba hasta Gasteiz. El olor de la especulación comenzó, y lo que, habida cuenta de los valores arquitectónicos urbaní­sticos de oportunidad y todos los que se quieran, incluidos los del sentido común y la lógica, estaba llamado a una rápida operación de demolición, previo acuerdo eso sí­, con los actuales propietarios se convirtió en un culebrón que dura aún hoy.

A los vecinos, me consta, se les ofrecieron diversas alternativas, y ciertamente no desdeñables. Puede que algunas no les pareciesen justas a ellos, pero puede también que el coste de lo que pretendí­an no hubiese parecido justo a los llamados a pagarlo, el resto de los vitorianos. Puede que faltase paciencia, pero también es cierto que sobró y sigue sobrando oportunismo y deslealtad entre los muní­cipes y los partidos a los que representan (y en casos como este conste que digo a posta lo de partidos y eludo hablar de votantes o ciudadanos). El proceso en todo caso es imparable, y lo que hace que se estire es mayormente es el deseo de algunos de elevar su coste para todos y su beneficio para algunos.

No me extenderé más sobre esta historia, volveré de nuevo al momento que originó estas notas, el de la visita de los artistas cargados con sus cámaras y armados de espí­ritu aventurero y naturalista. Un hí­brido de Rodriguez de la Fuente, Attemborough y lonely planet, una mixtura de callejeros, españa directo y un paí­s en la mochila, y recordé como a veces las bromas más absurda se pueden convertir en proyectos realizables aunque con dudoso provenir. En su dí­a, hablando sobre el asunto, y en los momentos de mayor tensión negociadora (vamos, cuando la mesa empieza a oler a hórdagos) solí­a porponer con sorna que, el hórdago municipal debiera consistir en no tocar el barrio, rodearlo y convertirlo en un parque temático dedicado a las duras condiciones de vida y al urbanismo y arquitectura de los barrios o asentamientos obreros vitorianos de los sesenta, con entradas, centro de interpretación y demás elementos musealizadores de una realidad que puede resultar romántica e interesante para ser observada, pero compleja de ser vivida no ya hoy en dí­a, sino incluso cuando y para lo que se creó.

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