Caminos de rosas

Relato premiado en el certamen de relatos cortos: Por la Igualdad, Caminando juntos, organizado por el CEAS de Miranda Rural -  C. de Treviño en colaboración con el Condado de Treviño.

Cuando acabó su conversación con el manos libres sonrió al horizonte.

Es lo bueno que tiene el camión, pensó. Es como ver la tele en panorámico y poner tú mismo el sonido desde dentro. Ante ti, y pasado el agobio de Madrid, se abren las anchas ví­as y se extienden las largas rectas de la Mancha. Casi cuarenta toneladas rodando a los justos cien y casi sin nada que hacer. Bueno, nada, nada, relativamente. A veces te entretienes con el paisaje, salvo que lo conozcas mucho o sea realmente insulso, el paisaje. Otras veces el tiempo y los kilómetros pasan con la radio en modo radioescucha y otras con la emisora, haciendo amigos y sabiendo un poco más de básculas, radares, controles y restaurantes. A veces sin embargo se puede desconectar un poco y conectarse mente adentro. Sumergirse en un mar de recuerdos, fantasí­as y pensamientos varios.

La charla con su hermano le habí­a alegrado el viaje. Colgó el manos libres. Lo apagó. Y apagó también la radio y la emisora. Era hora de estar un rato a solas. Se acordó de su hermano, con quien tantos malos ratos y algunos buenos habí­a pasado. Y le gustó. Le gustó de pronto salir al encuentro de los viejos tiempos. Más aún ahora que sonreí­a de forma maliciosa y hasta un punto vengativa al tener noticias de su último triunfo.

Todo un teatro le habí­a aplaudido. Señoritos de ciudad postrados a sus pies y gritando ¡bravo! ¡bravo! A él. A un niño de pueblo que habí­a querido ser modisto y acabó siendo actor. Como decí­an en el pueblo con esa sorna tan sana”¦ “escritor es lo que tení­a que haber sido, porque pluma desde luego le sobraba”. Y se reí­an a carcajadas.

Recordó los dí­as de la infancia en que le defendí­a. Aquellos crueles dí­as en que tení­a que arroparle con su cuerpo mientras su anular marcaba el camino del cielo a quienes le insultaban. Recordó sus lágrimas infantiles, impotentes y sorprendidas en la ingenuidad del niño que no sabe aún que es diferente. Lo suyo tampoco fue nunca un camino de rosas. Cosas de las vueltas de la vida y sus ironí­as. Sólo el hecho de defenderle era acusarse. Pero nunca le preocupó. Más de una vez hizo morder el polvo de los caminos y lamer el barro de los charcos a alguno de aquellos polluelos, adelantados aspirantes de intolerantes con fronteras. Su fuerza les amedrentaba y les hací­a hablar valientemente, si, pero a su espalda.

Es difí­cil que te dejen ser a la vez hombre y sensible, especialmente en entornos como aquellos. Y si además tienes tu propia idea de los del otro sexo y hasta de los del tuyo propio la cosa se complica. Bien que le constaba todo aquello por lo de su hermano y por lo suyo. Desde su varonil oficio al volante del camión le gustaba recordar aquellos dí­as negros con una irónica nostalgia no exenta de sarcasmo.

Pasaban los paisajes de la Mancha por la luna del Iveco mientras en su cabeza seguí­an fluyendo los recuerdos. Ora sentimientos, ora resentimientos. Recordó a su madre llorando en la cocina. A su padre de pie, calentando el culo mientras daba espalda al fuego bajo. Resonaban en su memoria aquellas palabras decoradas con sollozos. “¿En qué nos hemos confundido Maribel?” “¿Nosotros o el mundo José Luis?”

Su hermano tuvo que dejar el pueblo y su padre el bar y la partida. Lejos de mejorar las cosas empeoraron con los años. No habí­a compasión con los blandos”¦ ni tampoco con los duros. Aquello era, ciertamente, un mundo de locos.

Al final los dos salieron rebotados, aunque sólo fue su hermano el que dejó el pueblo. Si no para siempre si para bastante. El camión sin embargo, era suficiente escape. Una forma de estar y no estar que mejoró sensiblemente  cuando empezó a hacer rutas más largas. Los dos errados y cambiados, por exceso y por defecto. Por no entrar a posta en la norma y no aceptarla.

Siempre mantuvo el contacto con su hermano. Se alegraba de sus pasos y sus triunfos y le serví­a de hombro en que llorar en sus tropiezos. Desde el volante celebraba sus avances a la vista del asfalto. Sabí­a que su triunfo era el de ambos y esos dí­as felices la emoción le embargaba y la garganta se le atascaba al mismo ritmo que sus ojos se encharcaban.

Es lo bueno que tiene el camión, que hasta se puede llorar tranquilamente, lejos de miradas ajenas y compasiones fingidas.

Ahora eran otros tiempos. Ahora por fin habí­a veces, cuando la cosa era sonada, que hasta el alcalde llamaba a su hermano y le felicitaba. ¡El mariquita aquel hecho famoso! ¡Quién lo iba a decir! ¡Que el pueblo fuese conocido y hasta reconocido por tamaño bujarrón! En el bar sin embargo los viejos seguí­an haciendo risas a cuenta de que en cuestiones de aceite todo quedaba en familia. La que su hermano perdí­a acababa en su camión. Risas de hombres al pie de la barra. Risas que se helaban cuando las parientas aparecí­an por la puerta a la vuelta de misa, del paseo, de una reunión o de un cursillo, o cuando el ruido del camión anunciaba su regreso. Risas de viejos prematuros con los que ellos compartí­an tan sólo los guarismos de la edad, y ni siquiera eso exactamente. Risas de valientes que en cuanto aparecí­a por la puerta callaban y hundí­an sus miradas en el vino que les quedaba delante. ¡Aquellos hombres! Con llagas en los costados de tanto reí­rse de ambos. Valientes revolucionarios condenados a perpetuar su mundo de prejuicios heredados. Incapaces no ya de asumir, sino tan siquiera de advertir que el mundo estaba cambiando. Que no todas las parientas iban a misa, ni todos sus hijos irí­an al campo o a la sacristí­a. Que las mujeres habí­an ido ganando un mundo fuera de la casa y de la iglesia. Un mundo propio que ellos ignoraban prepotentes, pensando que eran sólo un poco de ganas de juerga y sobre todo aburrimiento, ¡mucho aburrimiento y mucho electrodoméstico! ¡Eso es lo que habí­a! Y cierto es que en muchos casos era cierto, pero también le constaba que más de una vecina le habí­a confesado su envidia a su madre. Más de una de las jóvenes, pero también de las mayores. De las eternas calladas encerradas en su cocina le habí­an llegado también apoyos y caricias.

Sin apenas darse cuenta el camión estaba ya aparcado en la explanada. No encendió la radio la emisora ni el móvil. Apagó el motor. Encerrado aún entre sus sueños bajó del camión. Entró en el bar. Como siempre. Con el respeto ganado a pulso entre sus compañeros en una experiencia no siempre fácil. Saludó con su sonrisa eterna a propios y extraños. Tras la barra del bar una voz amiga le saludó con tono de cariño y de costumbre:

¡Hombre Rosa! ¿Una Sin o pasas a comer directamente?

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