Antes del principio

Decí­amos ayer al hilo de los acontecimientos producidos en el territorio alavés con la detención de siete u ocho personas, entre ellas varios cargos vinculados al PNV, que con independencia del final que determinasen las pesquisas y demás actuaciones cabí­an una serie de reflexiones acerca de la forma en que habí­an comenzado las cosas. Decí­amos también que hoy seguirí­amos con otro lote de reflexinoes, y a ello vamos.

A este segundo bloque lo hemos titulado “Antes del principio”, y así­ lo hemos hecho porque entendemos que el asunto de que se trata viene campando a sus anchas en ambos ejes, temporal y espacial. Todos los lugares y todos los tiempos han conocido casos que podrí­amos integrar en el amplio espectro de lo que conocemos como corrupción polí­tica. Y la primera reflexión que el asunto debiera provocarnos es que resulta evidente que falla el sistema, y si no es un fallo absoluto en lo conceptual si que lo es en lo pragmático. El sistema parece ignorar las personas que lo habitan, y especialmente a algunas de ellas.

Es curioso tambien este asunto, porque lo que la experiencia demuestra es que cuanto mayores son los mecanismos de control y trabas y procedimientos impuestos para evitar la corrupción, más se dificulta la noble tarea del regidor honrado (más común de lo que parece), y sin embargo sigue sin evitarse la nefasta labor del aprovechado. Y es que posiblemente todo esto sea más un problema de educación y conciencia que de procedimiento o fiscalización. Hasta que nuestros dirigentes y nosotros mismos no seamos conscientes y garantes de la lí­nea que separa lo público de lo privado nunca terminaremos de poner parches a un globo condenado a dejar escapar su aire.

La tendencia a patrimonializar lo público en beneficio propio o de la organización a la que se pertenece está extendida por doquier. A nadie extraña y a pocos preocupa hasta que estalla y asoma. Es esta también una de esas facetas del trinomio ética, estética y polí­tica en la que finalmente sale triunfante la estética. Lo que parece importarnos  es la chapuza o la indiscrección más que el hecho mismo. Y lo es porque no somos conscientes unos y otros y otros de lo que en realidad significa la gestión de lo público y lo público en sí­.

El ciudadano de a pie habla generalemente de pagar sus impuestos, tasas o servicios al gobierno, como si éste fuese su dueño. Habla igualmente de sus pequeñas estafas como estafas al gobierno, a los polí­ticos, pero nunca a sus conciudadanos. Exige prestaciones sin tener en cuenta sus pagos, y critica inversiones como derroches no tanto porque sea su dinero el que está en juego, sino porque esas inversiones detraen fondos para otros fines que el considera más necesarios.

El responsable municipal, aguarda a que las instituciones sean gobernadas por los suyos con la esperanza de recibir así­ mejores y más suculentas ayudas y subvenciones. Como si estas dependiesen de las fobias y las filias, en definitiva de la voluntad, de los que gobiernan las instituciones de que dependen. Presume de lo que sus contactos le han permitido llevar al pueblo como baza que jugar ante futuras elecciones. Ignora sin embargo que lo que debiera recibir es lo que en justa equidad le pertenece, y olvida sobre todo que lo que recibe de más es lo que de menos reciben sus vecinos. Claro que este grupo, como el siguiente, tiene muy claro que el asunto no pertenece al ámbito de la ética sino al de la oportunidad. Cada cual acostumbra a defenderse del anterior acusándole de haber hecho lo mismo. Como si la persistencia y universalidad en la falta la convirtiese en virtud.

Finalmente y tal como avanzaba, los altos dirigentes, lejos de intentar ser lo que sus ideales les impulsaron a ser, se convierten en los sumos sacerdotes de esta patrimonialización de lo público. Favorecen y colocan a los suyos. Engrasan y engordan las cuentas de su partidos, y favorecen en la medida que pueden a los indecisos para facilitarles el penoso trabajo de decidirse. Y eso en el mejor de los casos. En el peor los suyos son simplemente ellos mismos y sus familias, y ya ni el partido ni el pueblo ni el estado importa ni merece lo que acaba directamente en sus bolsillos. Cuando les hablas de aquellos compromisos éticos, de aquellos pronunciamientos polí­ticos te llaman generalmente ingénuo. Y en eso, curiosamente, coinciden los tres grupos descritos.

Mal futuro nos aguarda en un mundo que ignora a los honrados, ridiculiza a los ilusos, desprecia a los ingénuos y despierta a los soñadores.

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