Los bartolos

Todo un espectáculo este de los bartolos. Toda una muestra de lo que podrí­amos llamar desigualdad ante la ley, de escaparate de lo que va más allá del respeto a las etnis y de la convivencia entre modus vivendi. Cierto es que grupos étnicos diferentes tienen derecho a mantener sus modos de vida, sus tradiciones y su cultura. Tan cierto cmo que los lí­mites de este derecho son, precisamente, los derechos que asisten a cualquier persona sea o no perteneciente a una u otra etnia. Todos somos, o debiéramos ser, iguales ante la ley. Eso supone, entre otras cosas que nadie pueda ser discriminado por razones de raza, religión, orientación polí­tica o sexual, mayor o menor capacidad fí­sica, género en si mismo, etc, etc. Hasta esto si sse me apura tiene la limitación que marca el sentido común. Pero esta igualdad extensiva de los derechos asiste también a quienes forman parte de unos grupos, a su decisión de someterse o no a las costumbres, leyes, ritos y demás del grupo al que pertenecen.

Pero disgresiones al margen, el tema de los bartolos se las trae. Para quienes leen estas lí­neas más allá del territorio intentaremos explicar de qué va el tinglado.

De entre las numerosas familias gitanas y numerosas que viven en Vitoria, muchas de las cuales representan un envidiable ejemplo de esa intergración que no desintegra, hay una que resulta indómita hasta para la propia ley gitana. Esta familia accedió a un piso en un inmueble con seis viviendas situado frente a la fábrica de Mercedes y junto al mercado de mayoristas. Poco a poco y con técnicas más o menos sibilinas, palizas al niño de uno de los vecinos, hogueras y destrozos, etc etc. consiguieron que el resto de inquilinos fuese abandonando el inmueble hasta que la casa entera fue su casa. El inmueble se ha deteriorado a velocidad estratosférica, a la misma velocidad que han crecido las páginas del libro que recogen las hazañas de los bartolos.

Entre las más destacables figuran por  ejemplo su dedicación a la crí­a de cabalos gallos y gallinas que irrumpí­an sin previo aviso en la calzada de la calle a la que da la casa; su generosidad a la hora de delimitar el espacio de juego de sus niños que incluí­a esa misma calzada ante el riesgo de atropello y de la vida del conductor al que tocase esquivar a un chachito; su particular manera de interpretar la ley gitana que les llevó a recibir a tiros al patriarca de Vitoria; su peculiar forma de autoabastecerse en el mercado de mayoristas y en las gasolineras cercanas; su acuerdo de amistad con la cercana Mercedes para no saltar la valla de su parking y afectar a sus bienes (no me queda muy claro si medió una fregoneta o un turismo) y como muestra cumbre de su ingenio, la ocurrencia de tirar al patriarca ya fallecido a las ruedas de un coche para ver de cobrar algo del seguro acusando al conductor de su atropello. Al forense no le costó demasiado darse cuenta de que el difunto lo era antes que peatón póstumo.

La situación era insostenible ética y esteticamente hablando, pero misteriosamente se sostuvo durante años. No habí­a edil que se atreviese a meter el diente al asunto por el único camino posible… el respeto a la convivencia civilizada por encima de la la ley y a la par del sentido común. Pero era un tema de estos que escuecen. La vilencia y el caracter asocial de los ocupantes augura y auguraba una violenta expulsión, y esas imágenes a ningún polí­tico le gusta firmarlas. Así­ que la situación se ha ido sosteniendo sola hast aque ha llegado el final, según parece, porque las últimas noticias indican que seguimos negociando, no se sabe muy bien el qué. Por que los outsiders, los antisistema, reclaman ahora al sistema que les dé. que les pongan piso, que les paguen para pagarlo, que les den dinero y eso si, que les dejen vivir como ellos quieren, sin pagar impuestos, sin atenerse a leyes, sin nada de nada a cambio. Decí­a uno de los “afectados” que claro, que les desahuciaban porque les habí­an quitado las ayudas para pagar la hipoteca, y que no habí­a derecho… Eso es lo que dice el común de los mortales, que no hay derecho, que el verdadero contrato social no contempla estas cláusulas. Que el sistema se basa en aportar para pedir, en contribuir para repartir, en respetar para ser respetado, en implicarse para fiscalizar, en participar para opinar y hasta criticar…

La cosa seguirá por tiempos mientras no exista la capacidad de liberarse de prejuicios racistas o de sus opuestos cargos de conciencia y asumir que todos somos iguales, para lo bueno y para lo malo.

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