Umbrí­o por la pena…

Si nada hubiese pasado, este año Miguel hubiese cumplido cien años, y sin embargo no llegó siquiera a la edad de cristo. Le mató según dicen la bronquitis, el tifus y la tuberculosis. Murió posiblemente de pena, soledad y presidio, lejos de los suyos, de todos los suyos. Atrapado por la vida que habí­a cantado, criado en el campo abierto, murió en en la prisión encerrado.

De todos recordado por cantado esperemos que este cumpleaños no cumplido sirva al menos para que sea más leido. Con Miguel como con otros grandes poetas, pasa lo que podrí­amos llamar la anonimación de sus obras. A muchos sonarán los andaluces de Jaén, en boca de serrat, de Jarcha o de cualquiera. A muchos más de los que conozcan el nombre de Miguel Hernández. A muchos también retumbarán los versos de su elegí­a a Ramón Sijé, “con quién tanto querí­a”. Algunos, menos, reconocerán tí­tulos como vientos del pueblo, nanas de la cebolla y algunos otros.

A mi, de revolucionario adolescente me prendieron aquellos cantos militantes. Me atrapó el romanticismo de su vida rota. Me sedujo el ascético misticismo de sus tumbos personales. Me emocionaron los cantos familiares. Más maduro y revolucionariamente más pausado descubrí­ el alma mater de sus versos, sus sonetos. Con permiso de otros grandes de los más bellos e intensos que han pasado ante mis ojos. No soy el único.

Cuando hablo de barro aunque Miguel se llame, recuerdo siempre una anécdota ligada a uno de sus sonetos que siempre he recordado. Ocurrió con cierto alcalde al inicio de una partida de mus en la que el destino y los reyes quisieron hacernos compañeros frente a frente, cada uno en su papel. í‰l un representante de la derecha española. Yo un abertzale de izquierdas (no confundir nunca con un miembro de la “izquierda abertzale”, lo que digo no por temor a las confusiones judiciales sino a las mentales). Mientras nos í­bamos reconociendo y asumiendo, cada uno en su papel, no requerdo bien quien, pero fuimos uno de los dos eso es seguro, dejo caer sobre el tapete verde un verso:

Umbrí­o por la pena casi bruno

 Si no recuerdo quien fue el primero, se me permitirá que haga lo mismo con el segundo, pero como en el verso anterior si que puedo asegurar que éste respondió con otro verso:

porque la pena tizna cuando estalla

Seguimos ambos dos de forma alterna hablando verso a verso, como toreros alternándose en quites o banderillas, como músicos fraseando, como tenistas golpeando la pelota a ambos lados de la red, como pelotaris intentando tumbar a pelotazos el frontis del frontón, pero también como lo que éramos en ese momento, jugadores de mus, envidando y revidando en cada verso, atentos ambos al fallo del contrario, seguimos así­ hasta completar los siete turnos siete del soneto que acaba como sgiue:

donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Pena con pena y pena desayuno
pena es mi paz y pena mi batalla
perro que no me deja ni se calla
siempre a su dueño fiel pero importuno

Cardos y penas llevo por corona,
cardos, penas me azuzan sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno

No podrá con la pena mi persona
rodeado de penas y de cardos.
Cuanto penar para moririse uno

Cuando empezó por fin la partida de mus nosotros ya habí­amos ganado. Habí­amos demostrado que cuando de poesí­a se habla no la hay de izquierdas o derechas, no la hay vasca o española, la hay simple y llanamente buena y mala. Y además de todo, que mejor manera que debatir con versos para hacer cierto aquello de “tristes armas si no son las palabras, tristes, tristes…”

Nota.- La partida de mus la peridmos de forma estrepitosa, pero eso, a estas alturas era lo de menos…

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