Ana López de Uralde

Cuando decí­a a la gente que habí­a hecho cuadrilla con una mujer para tomar el vermouth en La Puebla la gente tendí­a a pensar que la mujer en cuestión serí­a más bien lo que llamamos una chica. Pero no. Aclaraba y precisaba yo que era toda una dama. Una viuda más concretamente que murió ayer a los sesenta y cinco años.

Ana mantení­a la sonrisa pí­cara de la niña que algún dí­a fue. Ana dormirá para siempre junto al hombre que no conocí­, en el pueblo de cuyos veranos disfrutó con la clase que nunca perdió. Echaré de menos los mediodí­as veraniegos y buscaré el mejor momento para liquidar el bote que juntos dejamos. Notaré la falta de esos recorridos por la vitoria de hoy y siempre con que jugábamos entre mariano y mariano, entre blanco y blanco (nunca más de dos). Esther dejará de oir sus piropos, y los oidos de alguna dejarán por fin de pitar. Podré avanzar rápido hasta la plaza, sin tener que parar disimuladamente frente a mi nueva fachada para dejarle coger aire. No podré ya más veces recomendarle una terapia orientalista para controlar los sofocos, ni tendré ya con quien compartir un taxi un viernes cualquiera de agosto.

Ayer me quedé frí­o y busqué el camino de la fuga. Hoy no me queda más remedio que atraparme en lo cierto de la vida y lo incierto de la muerte. Pero no podí­a menos que dejar en un rincón de este nuevo mundo un recuerdo para quien compartió conmigo tantos ratos en un pueblo no siempre amigo en el que, sin embargo y como siempre, la vida me dió la suerte de conocer a gente como Ana.

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