Cinco torres y un pinganillo

Todos los espacios se construyen en base a sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, las reglas básicas. Algunos aspiran al número aúreo y otros simplemente al de plata o bronce. Vitoria – Gasteiz no podí­a ser menos.

Tenemos en Vitoria espacios que atienden a la máxima aquella que propugnaba Descartes (no confundir con Micart) de que más vale una ciudad diseñada por un solo arquitecto aunque no sea bueno, que otra diseñada por muchos buenos. Sirvan de ejemplo Zabalgana, Salburua, y hasta Lakua o el Ensanche, o los barrios de los sesenta y setenta si se me apura. Tenemos otros que reflejan ese crecer espontáneo pero ordenado, acoplado a la vida y al terreno, acoplado a las estaciones y a las carencias, como el casco viejo, la vieja ciudad medieval que sobrevivió practicamente intacta hasta la irrupción de los ilustrados.

Tenemos cómo sobre los mismos espacios conviven estilos, y hasta tenemos buena muestra de como en cada época se sirven de modas y caprichos más o menos fundados para recuperar lo que en cada momento se considera la esencia de tiempos pasados. La historia de las ciudades es como la de los hombres o las mujeres. El resultado final es la suma de intervenciones sobre el mismo rostro, sobre el mismo cuerpo. Las arrugas, las cicatrices, las pecas y las calvas no dejan de ser un testigo vivo de un tiempo vivido. Luego viene la cirugí­a plástica y todo cambia, todo se altera y acaba por desaparecer hasta la propia personalidad.

Es como el chiste aquel de la paciente de cirugí­a que por un problema llega prácticamente a las puertas del cielo. Al decirle dios que es un error y debe volver a la tierra la interfecta se interesa por el tiempo de vida que le queda, y le dice dios que unos 30 años. Al despertar de la anestesia, animada por tan próspera expectativa, decide operarse pómulos, culos y caderas, muslos, contramuslos, alas y pechugas. Cuando sale de la clí­nica, (vamos a poner aquí­ un toque vitoriano) un tranví­a le atropella. Al volver a presentarse ante dios le pregunta por los 30 años prometidos y el divino le contesta… uyyy perdona, no te habí­a conocido.

Sirva esto para concluir que ser más guapo a veces es dejar de ser uno mismo. Que una cosa es cuidarse y otra reinventarse. Que no por mucho maquillar amanece más temprano o que al que se opera dios le ignora.

Volviendo al ámbito gasteiztarra, habrí­a que preocuparse de conservar lo que son nuestras esencias y nuestra historia. No se trata de hacer una ciudad del siglo XXI, porque la nuestra lo es de muchos anteriores, ni de despreciar los sesenta por cercanos, los setenta por horteras y los ochenta porque nos salga de los bebes. No se trata de quemar retablos barrocos para admirar pinturas románicas, ni de destruir pórticos neoclásicos para admirar portadas góticas o renacientes. Se trata más bien de tenerlo todo. Nuestro eclecticismo construido a base de años.

Tampoco se trata de querer, como si césares fuésemos, alterar las cosas con el único objetivo de dejar nuestro nombre al lado de ellas. Vitoria, la vieja vitoria tiene cuatro torres, no hace falta la quinta, ni siquiera es de buen gusto un pinganillo que luche con ellas. Nuevas lí­neas surgirán, están surgiendo, a naciente y a poniente, a norte y sur. Y no tiene sentido aspirar a que sean un remedo del ensanche ni una imitación del medievo, cada época tiene lo que tiene y lo que hace a Vitoria singular es que sin nada especialmente extraordinario en su individualidad es sin embargo un conjunto armónico de digní­simas representaciones. Ese es el camino, esa nuestra seña de identidad.

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