El plan albóndiga

Publicado en Dairio de noticias de ílava el 20 de octubre de 2009

Decí­a Freud que los lapsus esconden significados ocultos, que son como una válvula de escape de nuestro inconsciente, digo de nuestro subconsciente. A mi lo que me ocurre habitualmente es que más que escapárseme lo que hago es directamente inventarlos en boca o pluma ajena. Algo de esto me pasó el otro dí­a cuando caminaba, es un decir, por los alrededores del antiguo instituto y actual parlamento. El edificio aquel destinado a ser brillante sede del Consejo de Cultura de la ya por entonces Foral Diputación que fue sacrificado junto con geriátricos, museos y hasta escuelas de educación especial a mayor gloria de nuestra nueva personalidad capitalina.

Entre las rejas de las obras, descansando sobre vallas y repetidos con profusión, los carteles, tal como los leí­, anunciaban orgullosos que todo aquel paisaje no era un caos sino algo organizado y planificado: el plan albóndiga. Me imaginé entonces al ilustre Anemias, anunciando las esencias del plan con su habitual: “papel y lápiz”, y empecé a intentar describir el enunciado de la receta.

Cogemos una ciudad y la picamos. Podemos picarla a pico y pala y de noche, o sea a mano, o picarla a plena luz del dí­a con picadoras, retro excavadoras o lo que sea. La cuestión es que nos quede finalmente una textura uniforme de picadillo de asfalto y baldosas. Le añadimos luego el barro de las capas inferiores de las zanjas y removemos. Si puede llover un poco pues mejor, porque el conjunto adquiere más rápidamente la textura deseada. Reservamos. Por otro lado ponemos a pochar tacones y zapatos en general, y añadimos unas cucharadas de bajo de pantalón embarrado. Cuando hayan cogido tono dorado, añadimos unos palés de materiales varios, montones de arena fina, y lo dejamos cocinar unos meses.

Retiramos la masa que habí­amos creado y añadimos al conjunto hormigón a manos llenas, sin escatimar nada. Cubrimos con baldosas (si es que llegan) y jardines (si es que no los pisan), y decoramos con las vallas que anuncien la siguiente intervención sobre el mismo sitio u otro adyacente, que lo mismo da. Servimos en frí­o para evitar coger en caliente a vecinos y comerciantes y tener que oí­r sus improperios.

Ensimismado caminaba yo con mis recetas cuando al mismo tiempo que daba el quinto trompicón de la mañana mi alter ego de cocinero convertido ahora en Argiñano perpetraba su chiste diario, aquel que contaba Eugenio del padre el hijo el buho y el culo. A su hilo algo en mi interior exclamó: Alhóndiga hijo, dije alhóndiga.

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