El caracol verde

Me hace gracia esto de los sí­mbolos, de los iconos. Me hace gracia porque, siendo como es su presunta ausencia una constante en el discurso vitoriano y alavés, lo cierto es que los que nos pasan por delante, aunque lo hagan despacio y de forma evidente, nos los dejamos escapar. Los ignoramos mientras seguimos lamentándonos de su ausencia. Somos, en ese aspecto, la más palmaria materialización del dicho aquel de mirar al dedo que señala a la luna sin ver a ésta.

Viene todo esto a que cuanto más contemplo el tranví­a y sus obras, y más aún, su llegada y su avance, lento avance a lo largo de su corta lí­nea, más me parece una materialización en clave de innovación de una constante en la identificación icónica de los alaveses. El caracol.

El caracol ha sido utilizado por “la casa” para señalizar parques y espacios de esparcimiento por toda la provincia. El caracol ha sido utilizado por la ikastola armentia. El caracol es todo un sí­mbolo de lo que podrí­amos llamar el alavesico de siempre. Avanza despacio, por si acaso. Con su casa que es a la vez escudo y paraguas a cuestas, por si acaso. Podrí­a incluso parecer que se arrastra, pero más bien es que se agacha para pasar inadvertido, por si acaso. Saca sus cuernos al sol, y los esconde al primer indicio de problemas, por si acaso. Y aunque no sea verde, gusta de andar por el verde, por si acaso.

Es como el tranví­a. Se arrastra lentamente por sus ví­as precedido de un ejército de ingenieros y Otilios, por si acaso. Saca sus cuernos al sol y hace masa con la catenaria hasta que surge algún problema y los esconde, por si acaso. Lleva hasta una campanilla electrónica para sacar de sus ensoñaciones al viandante distraido, por si acaso. Y es verde, por supuesto.

Se mire como se mire, el tranví­a es un icono netamente alavés.

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