Los altruistas

Parece mentira que haya quien pase dificultades estando como estamos todos rodeados de “altruistas”. Altruistas, eso sí­, que olvidan o no practican con tanto entusiasmo la segunda parte del enunciado que define al término. Me refiero que, aún no negando, pero si matizando como luego haremos, su “diligencia en procurar el bien ajeno”, no parece que asuman aquello de “aun a costa del propio”.

No hace falta mucho buscar para encontrarlos por doquier. Pero son eso sí­ identificables en gremios varios. Sólo que, por arrancar con el matiz que se anunciaba, diremos que gran parte de la trampa está en la definición de lo que debe entenderse por bien ajeno. Bien ajeno no es lo que uno entiende que es bueno para otro, sino lo que otro manifiesta que es bueno para él. No es por tanto algo que toque inventar de terceros, sino que debe nacer de uno mismo y ser escuchado por los demás, por los “altruistas” también. Lo contrario serí­a en todo caso a una proyección del bien propio sobre cabezas ajenas.

Viene esta disgresión a cuenta de una converación que tuve la ocasión de escuchar mientras leí­a la prensa. Ese cotilleo cientí­fico al que he de reconocerme muy aficionado que consiste en introducirse en conversaciones ajenas más con afán de aprender, de conocer, de filosofear que de morbosear, cotillear o servir de indiscreto chivato repetidor, de ladrón de confidencias.

Hablaba un constructor, promotor o algo parecido. Alguien relacionado con el ladrillo. Y hablaba con otro de lo bueno que tiene recalificar terrenos, establecer reservas de suelo y preparar el conveniente acomodo para la edificación de viviendas. Eran evidentemente varias las ventajas. Los niños de hoy, jóvenes del mañana tendrí­an asegurado su derecho a la vivienda. (como si su padres o abuelos fueran seres eternos que nunca dejarí­an libres las suyas) El pueblo crecerí­a en vitalidad. (como si uno no hubiese visto ya tantos colectivos desnaturalizados y hasta destruidos en tanto que conjunto de redes de interacción social a costa de un crecimiento urbano no bien planificado). El Ayuntamiento recaudarí­a pigues beneficios en licencias y otros trámites y además recibirí­a los beneficios de la cesión del 10% (como si eso no fuese muchas veces otra cosa que pan para hoy y hambre para mañana, y algunas veces, habida cuenta de la necesidad de invertir en infraestructuras varias como saneamiento, soporte energético, abastecimiento de aguas, recogida de basuras, etc etc no fuese incluso algo ruinoso como negocio).

En definitiva, era algo bueno para todos , “aún a costa” de que el pobre promotor tuviese que comprar esos terrenos y llenarlos de ladrillos puestos por mano de obra importada, y venderlos a buen precio y obtener pingues beneficios. Por eso debe ser que oida la conversación el único que no ganaba nada en todo ello era el pobre constructor. Por esos sufrimientos que da una buena cuenta de resultados que cualquier pinchazo de la burbuja puede estropear. Por el desgaste nervioso de forrarse y querer forrarse más y llegar a arriesgarse a dejar de forrarse un dí­a. Por la incomodidad de tener que bregar con la posibilidad de que se te manque un currela y tengas una inspección. Por el hartazgo de torear a los de patrimonio, medio ambiente, y toda esa tropa de tocapelotas que no acaban de entender lo que es la libre empresa y la generación de riqueza y la capacidad del emprendedor empresario de aprovechar oportunidades.

En fin, que estaba yo en esas cavilaciones cuando leí­ un titular que decí­a, “Llegará el dí­a en que edificar en el sur será indispensable“. Era el presidente de la Vital el que lo decí­a refiriéndose a Vitoria. Otro altruista pensé yo para mi…

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