A vueltas con las lenguas

La lengua es un músculo curioso. Lo mismo sirve para introducir en nuestro cuerpo sabores y sensaciones como para sacar de él pensamientos, emociones, o simplemente palabras. Y es que hay que ver cómo del buen o mal gobierno de este apéndice muscular depende que el resultado sea bien algo rico, coherente, sensible o simplemente inteligente o bien algo zafio, ruin, miserable o simplemente estúpido cuando no mal intencionado.

La lengua es también por así­ decirlo, un conjunto articulado de claves y reglas con las que dar forma a lo anterior. La lengua recoge en su larga trayectoria toda una serie de marcas culturales, sociales y hasta ambientales y a su vez las vuelca sobre el cerebro que por su parte mueve el músculo.

Viene todo esto al renacer de lo que por aquí­ se llama “el conflicto lingí¼í­stico”. Un renacer por otra parte cargado de viejos resabios y alimentado por estultos autodenominados o interesadamente jaleados como sabios. La cuestión, por otra parte, aún siendo en este caso local, tiene por otra parte sus componentes universales, categóricos incluso.

Tenemos una lengua pequeñita. Muy anciana, pero pequeñita en número de hablantes y hasta en palabras escritas. Tenemos otra más moderna y grande, muy grande en número de hablantes y en palabras escritas. Hasta esta última, tan grande y orgullosa, sufre dí­a a dí­a un lento empobrecimiento. Se empobrece porque quienes la hablan lo hacen cada dí­a con menos palabras. Se empobrece porque quienes la hablan, ciudadanos que son de un mundo globalizado, interesada y uní­vocamente globalizado, sucumben al encanto de otra de las grandes superlenguas que en el mundo son e incorporan sin reparo uno tras otro  términos, y hasta construcciones desnaturalizando la propia. Pero hete aquí­, que los grandes sabios, sus polí­ticos fieles, y algún que otro papanata más, ignorando todo esto, advierten, denuncian y condenan a esa lengua txikitina y recoleta como la gran amenaza del gigante castellano.

Un poquito de seriedad, por favor. Todo esto vuelve a sonar a las viejas consignas del imperio. A las eternas divisiones entre la lengua de los cristianos y la de los bárbaros, entre la de los sabios e ilustrados y la de los patanes iletrados. Y no es así­. Ni lo ha sido. Grandes ilustrados que en el paí­s fueron la conocieron y practicaron, y el más ilustre, Xabier Maria de Munibe a su cabeza. A expensas de su confirmación definitiva, allá por el siglo IV o V, los ciudadanos de una de las mayores urbes de la Euskal Herria romana hablaban esta lengua y hasta la escribí­an. Y no eran gandules del arrabal ni medio monos vestidos con pieles escondidos en los amplios dominos del silvum.

Cierto es que nobles hubo que despreciaron lo propio como si fuese extraño y ajeno a la buena educación y el refinamiento. Cierto también que hay quienes hacen bandera de lo que es lengua. Pero es cierto sobre todo, que el Euskera no necesita más ataques, ni siquiera precisa que haya idiomas prestos a defenderse. A fecha de hoy, bastante tiene con lo suyo como para ponerse a pensar en otros…

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