San Pelayo. Un rincón semioculto

Publicado en Herrian, revista de la Asociación de Concejos de ílava en su primer número, de junio de 2008.

A menudo oí­mos en nuestras radios, vemos en nuestras teles o leemos en nuestros diarios relatos de viajes en los que aventureros y paisanos nos hablan de aventuras y paisajes de China, Sudamérica, ífrica o el Tombuctú. No negaré que viajar es una experiencia saludable. Y tampoco negaré que, frente al viaje organizado y al destino masificado; frente a esa necesidad que a veces tenemos de ver con nuestros ojos lo que tantas veces hemos visto en los libros, frente a todo eso está el encanto del rincón desconocido y solitario, del mundo virgen y apartado.

Y a veces no hace falta irse muy lejos. Tenemos que aprender a valorar la enorme suerte que es encontrar raí­ces con sólo mirar abajo; tener nuestros recuerdos y nuestra memoria tan cerca nuestro.

Uno de esos espacios mágicos, por lo que es y lo que representa, que guardan nuestras tierras alavesas es San Pelayo.

Vista de San Pelayo   ruinas de San Pelayo en los aíƒÂ±os 70 (jose ignacio vegas)   Vista de las ruinas en al actualidad

San Pelayo, y el entorno que le rodea, es un espacio paradójico. En pocos metros podemos viajar del futuro al pasado, cambiar de vida y de perspectiva. Las ruinas de San Pelayo son visibles desde la autopista, en las cercaní­as de la estación de servicio de Igay, pero para llegar a ellas hay que usar un camino más largo, peor cuidado pero, realmente más humano, más cercano.

El camino, especialmente desde que tomamos la desviación hacia San Miguel a escasa distancia del pueblo de Igay, merece la pena por si mismo. Como su firme no permite alegrí­as, podemos circular despacito, como sin querer molestar, y disfrutar de sus estrechos puentes, sus vistas del rí­o Bayas, el paso sobre la ví­a, y ese aspecto un tanto descarnado de estas tierras de ílava. El que quiera aventuras más arriesgadas, y no tenga miedo a embarrar su coche, puede cruzar el rí­o en Hereña y seguir un camino agrí­cola que le llevará directamente a lo que un dí­a fue un pueblo y hoy es poco más que un montón desordenado de piedras a las que la maleza gana terreno año a año.

Por cualquiera de los puntos por los que uno se acerque, San Pelayo, y concretamente lo poco que queda en pie de su iglesia aparece de pronto, a la vuelta de una curva o en un cambio de rasante. Como todos los lugares abandonados, y más aún en medio de un entorno que parece deshabitado, las ruinas tienen algo de mágico y mucho de atractivo. Uno oye las voces, las risas y los llantos de aquellos alaveses que vivieron aquí­ durante siglos y a los que el progreso, dirán unos, la pobreza dirán otros, la vida y sus avatares, justos o injustos diremos nosotros, les obligó a convertir en ruinas lo que fue pueblo.

Viendo desde ellas el tráfico de la autopista, el tren cargado de contenedores de allende los mares que pasa junto al rí­o, uno se siente de pronto más como espectador privilegiado de una tierra con memoria que como humano sojuzgado al estress y el ritmo de la vida diaria. Vamos, que hay quien prefiere un balneario, pero estos espacios te devuelven el placer de sentarse un rato, y ver la vida pasar, y mirar el campo, y disfrutar del cielo.

Una excursión que puede completarse con una visita al cercano pueblo de San Miguel. Un buen ejemplo de cómo es posible evitar que haya más San Pelayos. Un pueblo que estuvo cercano a convertirse también en un mortuorio y que hoy aparece vivo y bien cuidado. Como os decí­a, es difí­cil encontrar tantos espacios para la reflexión y el disfrute en tan poco espacio de terreno.

 

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