El desencanto, unas reflexiones en clave electoral. Epí­logo

Una vez recorridos los tres actos, (el fracaso de los profesionales, el fracaso social y el fracaso nacional), es conveniente cerrar el drama con un epí­logo.

Visto lo visto, lo que produce sensación de desencanto no es tanto el efecto concreto de los resultados como la escasa capacidad de maniobra que han demostrado los interesados. Así­ pues vayamos por partes.

Estas elecciones vienen a demostrar que un colectivo que según suelen poner de amnifiesto distintos indicadores sociológicos es muy numeroso, tiene la innata tendencia de quedarse en casa. Nos referimos, claro está, a ese colectivo de gente que se autoidentifica como de izquierdas, y que en el fondo de su corazón sigue aspirando a modificar el mundo. Y se queda en casa porque carece de una opción creible a la que votar, y porque el mismo hecho de votar le parece una forma de apuntalar al sistema sea cual sea la manera en la que lo apuntala.

Para gran parte de este colectivo es el propio sistema de representación polí­tica el que es un elemento perjudicial para la salud polí­tica. Y no les falta parte de razón. Sin entrar en mayores profundidades, el sistema de partidos se está demostrando una rémora y los vicios que viene adoptando empiezan a constituir un problema para los objetivos mismos que sus estatutos dicen perseguir.

Unas elecciones como las pasadas han venido a demostrar que los núcleos de las organizaciones anteponen sus propios criterios e intereses como organización a los más altruistas intereses generáles en clave ideológica o democrática. La baterí­a de reacciones y posicionamientos vienen aún más a abundar en esta lí­nea, lo que augura, no cabe duda, ulteriores batacazos. Porque vamos a ver. Si uno ha hecho su mejor campaña, si otro ha presentado a sus mejores candidatos, si todo lo hecho está bien hecho y la sociedad te ha dado la espalda, ¿cuál es el mensaje? Pues ese. Simple y llanamente ese, que la sociedad te ha dado la espalda. Y puede que sea un problema de comunicación. Pero el problema no es tanto la forma como el contenido. El problema no es tanto la comunicación explí­cita como la no explí­cita, la que se trasmite con actitudes y otras manifestaciones que construyen en conjunto un todo comunicativo que las campañas o las comunicaciones en el sentido formal del término no pueden contrarrestar.

La gente, mucha gente al menos con la que tengo la ocasión de conversar, no acaba de entender como son tan difí­ciles fórmulas unitarias en momentos como estos. Y se responden ellos mismos en su lógica. Porque los partidos van a lo suyo. Y esa percepcción de frontera entre lo suyo y lo nuestro aparece cada vez más meridiana. Esa percepción tradicionalmente afincada en los populismos de derechas, empieza a calar en los idealistas de izquierdas y los empuja hacia sus casas.

El remedio no es contratar a especialistas en marketing polí­tico, ni probablemente el problema se plantee bien hasta que no se pongan las organizaciones al servicio de la ideologí­a y no la maquinaria al servicio de las organizaciones. Aceptar lo primero sin el suficiente espí­ritu crí­tico supone intentar usar las armas del enemigo para luchar contra él, cosa en prinicipio posiblemente útil. Pero con un gran riesgo. Perderse en recovecos formales y acabar dejando de lado lo que a uno le ha hecho lo que es, la ideologí­a, la rebeldí­a, la capacidad crí­tica y la claridad del norte que te guí­a. No se trata de conseguir el poder. Se trata de destruirlo.

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