Crónicas prenavideñas

Ya están nuestras calles y sus escaparates vestidas de navidad. Un paseo por el centro y la periferia así­ nos lo descubre con mayor o menor fortuna, que de todo hay en la villa del señor. De hecho hay tanto cosas que a uno le alegran la vista, como auténticos engendros que le amargan el dí­a, y hasta las fechas.

Me gustan los caharricos blancos con que iluminan y alegran la entrada de sus comercios los comerciantes del casco viejo. Puede que no sea tradicional. Puede que no sea muy vasquito, pero es un detalle a la vez discreto y vistoso.

Con lo de las luces hay de todo, y lo mismo podrí­amos decir de los escaparates. En general se ve que prima la globalización de la navidad, y cierto es que cada vez sabe uno menos dónde está. Eso sí­ cuando se saca uno las manos de los bolsillos, y con la que está cayendo estos dí­as, no es dicí­cil adivinar que no estás en Miami, ni siquiera en Caracas. En todo caso estás en Oslo o en Estocolmo.

Pero hay algo que todo ciudadano bien nacido deberí­a denunciar sin ambajes. Algo que despierta en uno las tentaciones de la Gabon Borroka, y le produce un irrefenable impulso a buscar el mechero en el bolsillo. Y no me refiero a los papanoeles trepadores, que bastante delito tienen. Ni siquiera a los olentzeros trepadores, que comparten parecido delito. No. Me refiero a esa tropa de Papanoeles a tamaño natural que no sólo ofenden con su presencia, sino que además cantan. A veces de uno en uno, a veces en desafinada agrupación coral. Vamos, toda una invitación a salir huyendo de la calle San Prudencio…

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