Sí­mbolos e historias

La denominada ley de la memoria histórica trae estos dí­as a la memoria la necesidad del olvido. Ya se que el nombre ogficial es más largo y enrevesado, como no podí­a ser menos en manos de nuestros grandes legisladores, pero lo primero que resulta curioso es que en lo que más incidencia se está haciendo es en enterrar parte de la memoria.

Quede claro para que nadie se confunda ni se asuste. No puedo compartir las opiniones de aquellos que quieren dar carpetazo, ni las de quienes, tal como leí­a el otro dí­a en una carta al director del mundo, reniegan de esta tendencia diceindo que no hay que hablar de buenos y malos. Por estos pagos, y con el riesgo que tiene siempre colectivizar la culpa, hubo hace años buenos y malos. Los buenos detentaban el poder legí­timo otorgado por las urnas. Los malos, presos de la impaciencia y hasta de las dudas sobre sus propias fuerzas para obtener victorias democráticas, se echaron al monte, cogieron las armas y derrocaron a los buenos. No contentos con ello, los asesinaron o expulsaron. (Es curioso, pero todo esto me ha parecido de repente desgraciadamente actual). Pero a lo que vamos. Que claro que hubo buenos y malos. Pero dicho esto volvamos a los sí­mbolos y a la historia.

Yo no acabo de tener claro que la memoria selectiva o la amnesia terapeútica sea una buena practica en la pedagogí­a de la libertad. Es más, tengo la impresión de que la presencia de ciertos sí­mbolos alienta la capacidad de tener presentes los excesos y desmanes que los colocaron en su lugar.  Por otra parte, la eliminación de sí­mbolos es a veces una especie de comportamiento atávico, infantil si se me apura. Lo que no vemos no existe, lo que no está presente no ha existido. Y sin embargo no es así­. Existió. Y duró lo que duró con más aquiescencias que rechazos, con más silencios que denuncias. Es hasta posible que más de uno lo que quiera es tapar sus propias vergí¼enzas. Pero insisto, a mi no me parece mal que haya sitios por los que al pasar, mi hijo o mi hija me pregunten que son y que significan. Y yo pueda explicarles de lo que se trata, de lo que hicieron los unos y sufrieron los otros, y de como ciertas cosas nunca deben repetirse en la historia. Nunca. Podré explicarles entonces porque soy republicano, porque detesto las guerras, porque abomino el abuso del poder, en definitiva porque creo en lo que creo.

Pero a esos mismos hijos, no tendré ningún reparo en explicarles que su bisabuelo, mi abuelo, Don Damián, fue de los malos. Fue un militar que se levantó contra quienes debí­a defender, y que si por mi hubiese sido debiese haber sido juzgado por ello. No fusilado, no, eso es lo que debe distinguirnos, pero si juzgado. Pero les explicaré, que con eso y con todo, es mi abuelo, el padre de mi padre, sangre de mi sangre, y digno de respeto como persona y de cariño como familia. El también fue ví­ctima, dejó una pierna en el camino, y muchos de su bando, por azar o por principios, dejaron también sus vidas en el camino. Y eran personas. Y en las batallas, como en Legutiano, cayeron como chinches, los unos y los otros. Y pasado el tiempo los muertos se parecen. Y todos tienen deudos.

Vamos, que para no enrrollarme más, lo que hay que hacer es aprender, y desterrar de nuestras cabezas impaciencias y veleidades belicosas que a ningún sitio llevan. Y puestos a gastar dineros, yo realmente prefiero gastarlos en positivo, rindiendo el homenaje que se merecen los muertos escondidos, y lo que es más importante, mejorando las condiciones de vida de quienes aún viven y arrastran los perjuicios de su lucha antifranquista, los que no pudieron cotizar porque estaban en prisión o en el exilio y por ello arrastran nimias jubilaciones. Sen para ellos nuestros dineros, y para rellenar esos huecos que tanto desaparecido dejó en familias vecinas nuestras. Y que los sí­mbolos queden como lo que son, vestigios de un pasado que no tenemos voluntad de repetir sino de evitar.

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