Las ciudades visibles (1)

Publicado en Diario de Noticias de ílava el 1 de Julio de 2007.

Cuando uno pasea por Vitoria, a veces, uno siente la tentación de convertirse por un momento en ese Marco Polo de incansable imaginación e incrementar el número de ciudades invisibles de Italo Calvino.

Sólo hay un par de problemas… o tres. Aquí­ no hay un Kublai Khan a quien contarle cuentos, antes habí­a un Alfonso Alonso y ahora un Patxi Lazkoz, pero ni rastro del gran emperador. Es más a veces parece que Patxi se identifica con el Marco Polo que conoce todos los confines del imperio vitoriano y acusa a Alfonso de ser el Khan del Ensache a quien hay que contarle cómo es y que piensan las lejanas ciudades de sus barrios. Pero el mayor problema para definir ciudades invisibles en Gasteiz es que, por desgracia, las ciudades que hay aquí­ son tan visibles como invisibles las que deberí­a haber.

Voy a intentar desde aquí­, y, en sucesivas diócesis, ir describiendo las ciudades visibles del gran imperio de Gasteiz tal como las ven mis ojos.

Empezaré por la ciudad de las zanjas. Cuando te acercas a ella, sea por el punto que sea, lo primero que ves son zanjas. Zanjas anchas como avenidas sin asfaltar, zanjas estrechas como cortes limpios sin cicatrizar. Zanjas indefinidas, como si fuesen furot del azar o de una mente superior que traza designios que solo al final resultan comprensibles para los habitantes de Gasteiz.

En la ciudad de las zanjas conviven tres especies de seres. Los ciudadanos que las saltan o las rodean, pero que por lo común las sufren en un silencio más o menos aquiescente, más o menos turbulento. Los operarios que las realizan, del modo en que habla Kafka de la Gran Muralla China, sin saber muy bien los unos de los otros, sin tener conciencia de la magna obra en que están envueltos. Y finalmente las zanjas en si. A veces parece que tengan vida propia, parece que sean ellas y no los otros quienes deciden cuándo nacer y dónde y de qué forma.

En la ciudad de las zanjas los únicos que disfrutan son los jubiletas que gustan de ver obras, y los palistas, y los colocadores de pilotes, y los de vallas, y los camioneros, y los arregladores de tacones, y los ingenieros, aparejadores y demás gremios del zanjeo.

Los demás, los que aguantan el ruido de las chapas, el de los martillos neumáticos, los que ven como por meses sus tiendas son castillos defendidos por un foso, los que llegan a sus portales por parques temáticos de aventura, los que sienten en sus carteras el golpeo de los amortiguadores de sus coches, los que limpian el doble de polvo y barro que antes, todos esos sienten a veces el deseo de abandonar la ciudad de las zanjas, pero no pueden. Una gran zanja les impide marcharse. Por eso son Vitorianos, aunque también podrí­an serlo con menos zanjas.

Y eso se pregunta más de uno… ¿serí­a posible hacer menos zanjas, o que estas durasen menos, o que fuesen menos coincidentes, o que fuesen, como las de Calvino, más invisibles?

Cuando el viajero consigue abandonar la ciudad de las zanjas, respira aliviado hasta que mira al frente y descubre desolado que se acaba de adentrar en la LLanada de las zanjas…  Como sigamos así­ tendremos que nombrar patrón a San Carterpillar.

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