El respeto es muy bonito.

He dicho más de una vez, que no siento veneración por la historia, que me parece una interesante materia de estudio, un arsenal del que extraer conocimientos y experiencias, pero en absoluto un catecismo sobre el que plantear mis opciones de presente y de futuro, ni tan siquiera un corsé que limite mis movimientos o aspiraciones. Soy, en este punto como en muchos otros, un relativista, pese a quien pese.

Pero una cosa es la veneración, otra la ignorancia, otra la irreverencia consciente, y otra, más importante y diferente, el respeto. Como decí­a una amiga canaria “el respeto es muy bonito”.

Hoy estoy en cierto punto triste. Y lo estoy porque me apena que haya quien pregona su interés por construir el paí­s y su construcción se base en la falta de respeto. No voy a entrar ahora en la falta de respeto a derechos individuales y colectivos que ejercitan algunos de forma activa o pasiva, con el único consuelo de tontos de que los suyos tampoco son respetados. Hablo hoy de la falta de respeto a la historia, a los sentimientos, a ciertos sueños imposibles, y sobre todo, a la ciudadaní­a en su conjunto.

Con motivo de cierta excursión que hace tiempo realicé a la zona de Laño, se me cayó el alma a los pies cuando vi las cuevas eremí­ticas surcadas con pintadas del tipo Trebiñu araba da, etc. Las firmaba H.B. Algo parecido siento cuando recién saneada la fachada de ese catálogo monumental que es el casco viejo de Gasteiz, se rellena con eslóganes y mensajes a golpe de spray, y podrí­a seguir enumerando parecidas circunstancias en todo euskal herria.

Pero hoy, me he sentido dolido al ver uno de esos iconos de mi juventud, de mi adolescencia casi, puesto en riesgo, abordado, asaltado y tomado por gentes que no tengo muy claro que tengan por esas siglas el mismo respeto y cariño con que muchos las guardamos en un rinconcito de nuestra memoria histórica.

Se podrá decir que somos románticos, melancólicos, que tratamos a instrumentos polí­ticos como objetos de museo, que convertimos herramientas en iconos de la historia. Es posible que se esté en lo cierto. Pero para muchos a los que nos gustarí­a ver de una vez una alternativa de izquierda, republicana, socialista y euskaldun, esta apropiación, una más, de un referente histórico y mucho más amplio de lo que ahora se nos presenta, una fuerza capaz de luchar cuando hubo que hacerlo, capaz de usar otros medios cuando hubo que usarlos, pues es algo más que una salida ingeniosa. Es el fin de un sí­mbolo, de una alternativa, hasta incluso de una utopí­a.

Más aún cuando la maniobra se hace de forma premeditada y alevosa, planteando una campaña ficticia de apoyo a unas candidaturas que se convierten en otras, con conocimiento previo o no de todos los firmantes que avalaron unas candidaturas que, a la postre no son las que son y que quienes las animaban ya sabrí­an que no serí­an.

Y todo ello, quede claro, por una ley hecha con nombres y apellidos, a espaldas no ya del pueblo que dirí­a la señora marí­a, sino lo que es más triste también, a espaldas de la realidad. Y cuando se da la espalda a la realidad el resultado es, como en este caso, surrealista, absurdo y triste, aunque alguno lo vea gracioso.

 

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