Santa Ageda

A veces parece que las tradiciones son como la materia, se trasforman pero persisten. El habitual bullicio de los pueblos, barrios y ciudades de Euskal Herria se tiñe de notas ancestrales que a muchos nos evocan recuerdos de infancia y juventud.

Ya no hay quintos, ya no hay mili, si se me apura ya casi no hay ni siquiera cuadrillas. Pero la ví­spera de Santa Ageda los adoquines sufren el rí­tmico golpear de las makilas, con coros a veces mejor organizados, con voces más ensayadas, con armoní­as de voces másculinas y femeninas, jóvenes y adultas.

A mi todo esto me evoca aquellas noches frí­as de febrero en las que era niño y espectador. Cuando oiamos al coro debajo de casa abrí­amos las ventanas y oiamos el canto en aquella lengua extraña y semiprohibida. En la cocina estaban preparados los huevos, el vino, y según se terciase algo de embutido. Abajo, el coro rodeaba la cesta con las viandas recogidas. Enseguida sonaban los pasos en la escalera, se abrí­an las puertas y el contenido de la cesta iba creciendo.

Me evoca también aquellas noches de adolescente, en las que al amparo de la tradición conseguí­amos un permisillo extra para llegar más tarde a casa, y pasábamos de espectadores a actores, y cantabamos, y pediamos, y merendábamos, y bebí­amos nuestros primeros vinos.

Algunos mejor organizados cantaban menos pero comí­an lo mismo, o más, y se reuní­an en hermandad frente a gulosas sartenadas de angulas. Esos también han cambiado. Entre los años, el colesterol y los precios, ya casi ni gulas, ni vino…

En fin, que da gusto ver pobladas estas ciudades del siglo XXI de gentes vestidas como para una pelí¬cula de época y ambiente rústico cantando aquellas canciones que habitan en nuestra memoria. ¡Que no se pierda!

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