Etica, estética, polí­tica.

Tres cosas tan importantes, tan distintas, tan necesarias, y sin embargo a menudo cometemos el error de mezclarlas mal.

La ética es mala aliada de la polí­tica. La ética no debe a menudo preocuparse de los resultados, sino de que los actos se ajusten o no a un sistema de valores. La polí­tica, sin embargo, es capaz, debe serlo, de tomar decisiones que hagan a la historia discurrir en la dirección de cambio o conservación que se pretende. Y a veces, en ese camino, hay que sacrificar de forma temporal principios y valores, y hasta incluso amistades, afectos y cariños.

La polí­tica puede, de forma temporal pero en todo caso oportunista, declararse aliada de la ética, pero es sólo eso, una actitud circunstancial.

Lo que en todo caso debe cumplir la polí­tica es una función estética, y lo digo en el amplio sentido de la palabra. No se trata de hacer cosas bonitas, sino de hacerlas de forma elegante, de aplicar a las acciones un criterio estético, de elegir las formas y maneras más convenientes y adecuadas a cada caso.

Cuando se ignoran estos principios estéticos, el resultado es aún peor que cuando se apartan los comportamientos puramente éticos. A un polí­tico se le puede permitir que mienta, que engañe, que actue en pos de un futuro mejor tomando decisiones complicadas, que perjudique a unos en beneficio de una mayorí­a presente o futura. Pero lo que no puede permitirsele es que lo haga de malos modos, sin elegancia, sin guardar escrupulosamente las formas, sin cuidar los mensajes que las propias acciones constituyen.

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