Se empieza por coaliciones y se termina por revoluciones

publicado en diario de noticias de álava (2006/XI/10)

la proyección mediática del debate interno que se está produciendo en Eusko Alkartasuna en torno al tema de la coalición con el PNV está arrojando algunas perlas conceptuales que bien merecen una reflexión, en este caso y por su trascendencia, una reflexión pública y abierta.

Y es que da la impresión, al leer la prensa, que se está produciendo una fuga hacia adelante en el plano conceptual. Buscar argumentos cuando escasean las razones suele conducir a resultados inesperados, y en este caso revolucionarios. Como quiera que, sinceramente, no veo como revolucionarios a quienes plantean estas cuestiones, y menos aún cuando el objetivo con el que las plantean es forzar una colaboración estratégica con un partido que, si algo no ha sido nunca es precisamente revolucionario, la reflexión resulta de sobra justificada.

Se dice que un partido es algo creado para gobernar, para transformar la sociedad mejorándola y que eso se hace desde las instituciones. Los afiliados apenas representarí­an el 10 % de los votantes y los cargos internos de los partidos, en pura consecuencia, apenas representan a nadie. Los partidos, o sus direcciones deben por tanto hacer un auténtico encaje de bolillos. Ignorando a sus afiliados deben ser sensibles a los votantes que no les votarí­an y actuando en consecuencia asegurarse de una u otra forma su presencia en las instituciones.

El que lo entienda que me lo explique. Me resulta dificil comprenderlo dicho así­, tal como lo leo, tal como lo oigo. Porque entiendo que eso supone, entre otras cosas, reformular la teorí­a del sistema de partidos en los siguientes términos:

Creado el partido y sus servidumbres, nos disponemos con entusiasmo a aplicar en nuestro entorno social las dinámicas transformadoras en las que creemos. Dado que para ello necesitamos gobernar y dado que, por carencias propias o ignorancias ajenas, la sociedad no acaba de entender que lo que le proponemos es bueno, y por tanto no nos vota, buscaremos un socio competente y, con su ayuda, coseguiremos en un futuro lejano echarlo del gobierno. Eso sí­, mientras tanto enriqueceremos nuestra sociedad aplicando nuestro programa de cambio.

Los afiliados nos serán útiles especialmente en campaña, rellenando actos y sirviendo de materia prima para completar listas y espectáculos. Arropados por un grupo de fieles capaces de mantenernos en las direcciones resistiremos, y si los afiliados nos arrojan al exterior del paraí­so de la dirección, recordaremos entonces que apenas somos una isla en todo un mar de votantes.

Yo prefiero la teorí­a clásica de partidos: En sociedades libres, o al menos en sociedades regidas por la denominada democracia formal, los sujetos con inquietudes polí­ticas semejantes se agrupan en organizaciones que pretenden aplicar su ideario sobre el corpus social. Estas organizaciones, como su propio nombre, indica tienen algún tipo de organización interna y el objetivo común de un ideario de aplicación, es lo que llamamos partidos.

Los partidos no son sectas, aunque a veces lo intenten. Los partidos no deben regirse por el principio de fidelidad, sino por el de lealtad. Lealtad primero y por encima de todo a los objetivos que los justifican, nunca a las personas, salvo en la medida en las que éstas sean garantes y actores de los objetivos. Lo que justifica la permanencia en un partido, al menos en teorí­a, es la fidelidad a unos principios, y por qué no decirlo, también a la forma de defenderlos.

Dado que, como decí­amos, los partidos no son sectas, y no lo son porque una de las caracterí­sticas de las sectas es la enorme cantidad de barreras para abandonarlas, uno está donde está mientras quiere estar y, hablando de polí­tica, mientras piensa que desde ahí­ puede trabajar en base a unos principios y objetivos polí­ticos en los que cada uno cree. Si llegado el momento uno piensa que eso se defiende mejor en otro espacio, pues ya está, lo busca o lo hace, sin rencores ni sufrimientos.

En cuanto a la cuestión del sistema en que vivimos, una democrací­a electiva, basada en la capacidad de elección de nuestros representantes, conviene, al hilo de lo que se dice, recordar que el sistema democrático se basa en que esos colectivos, que hemos denominado partidos, presentan ante el electorado su propuesta sobre la forma de gobierno a aplicar en su sociedad y se someten al veredicto popular. Del número de apoyos que consiga se derivará su presencia institucional, y de la fuerza de ésta su capacidad para aplicar sus programas, o para modificar los ajenos en la lí­nea de acercarse a los propios.

Hubo otros tiempos y otros lugares en los que, ilustrados o revolucionarios, las élites intelectuales pensaban y obraban por los pueblos despolitizados, alienados, pisoteados o simplemente indiferentes. Buscaban fórmulas para, escapando al control de sus votantes o administrados, alcanzar las torres del estado y aplicar por su bien, el de los unos y los otros, sus programas de cambio y de reforma. Pero eso me temo que no es democrático. No se puede apelar a los votantes como masa, para acto seguido esconderse tras otras faldas e intentar aplicar programas de cambio que, según se afirma, por sí­ solos nunca serí­an valorados. No es razonable apelar a la fuerza de los votantes como razón de peso para modificar decisiones de partido despreciando de paso a los militantes de dichos partidos.

En definitiva, para defender una coalición no parece lógico plantear una tras otra cuestiones que ponen en tela de juicio la democracia parlamentaria y el sistema de partidos. Porque decir que los partidos no pueden tomar decisiones en base a los órganos de gestión democráticamente elegidos, sino que deben basarse en el aura de ilusiones percibidas de sus votantes, lo es; defender que lo importante es gobernar sin importar demasiado la forma por la que se llega al gobierno lo es; y añadir que de no hacerlo así­ se aboca uno a la desaparición, además de un insulto a la sociedad, de cuya inteligencia para apoyar el mejor de los programas, el propio, se desconfí­a; además de ser una falta de capacidad para encajar decisiones que no gustan dentro de la organización; además, y por encima de todo, es una enorme falta de tacto para gestionar la hipotética victoria… ¿Qué podrá Eusko Alkartasuna pedir en coalición si los que la propugnan adelantan que en solitario no son nada?

 

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