Así empieza un poema de Gabriel Aresti que habla sobre las consecuencias de decir una verdad, y que concluye con una valiente declaración. Pierda lo que pierda, le quiten lo que le quiten, nunca ni en ningún lugar se callará.
Y es que en el mercado de valores actual, estamos demasiado acostumbrados a que salga más cara la verdad que la mentira. Tan acostumbrados estamos a ella que la asumimos como una más de las armas de la política, puede incluso que una herramienta consustancial a la política misma. Tal es nuestra dejadez en esta materia, que los políticos, cuanto más poderosos con más frecuencia, mienten sin recato, mienten con un descaro creciente, y lo hacen porque saben que sus mentiras no tendrán consecuencias.
Así lo ha hecho Bush, y salió reelegido, así lo ha hecho Aznar, y salió trasquilado, por poco pero trasquilado, y por ello sigue mintiendo a quien quiere oirle hablar de tramas y conspiraciones, de contubernios que dirían los forjadores de su cultura política.
Así lo hizo Gyurcsány, primer ministro húngaro, así lo hizo con contumacia, alevosía y preelectoralidad, así logró su ansiado objetivo, ganar las elecciones para seguir mintiendo. Pero parece ser que el asunto se ha descubierto, y los húngaros, que no deben tener una cultura política a la altura de las circunstancias, se han echado a la calle.
No me resulta extraña la violencia con la que lo han hecho, me parece incluso una violencia cabal, aunque quizás no debiera decirlo, y menos aquí y ahora, pero es que en buena lógica, la mentira, utilizada como la más habitual de las herramientas políticas, no debería llevar nunca a nada bueno.
Veremos en todo caso como acaba el asunto húngaro y cuál es, en definitiva, el valor de la verdad, el precio de la mentira.
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