Ana

Ana era una chica de 21 años. Ana fregaba, Ana ayudaba, Ana soñaba, Ana era callada, pero sobre todo, Ana sonreí­a. El pasado jueves, el 31 de agosto, Ana se ahogó en el pantano. 

Habí­a venido de lejos, de sitios que suenan a remoto, a lejano, a ignoto. De paí­ses cuya conquista leí­mos de niños en aquellos libros de lecturas que tan pedagógica versión nos ofrecí­an de la historia. Cuando uno veí­a a Ana se daba cuenta de que gracias a dios, sabe quién, aquellos conquistadores no terminaron su trabajo. Ana era, como decimos por aquí­, india. Ana era americana. Ana era humana. 

Ana quiso pasar una buena tarde verano jugando en un pantano con los suyos. Ana habí­a cruzado el charco para hacer realidad un sueño. Ana dió un mal paso y se hundió en el pantano. Ana vuela ahora por encima del charco en busca de su tierra, de la que le vió nacer y no le vió morir, de la que guardará lo que queda de ella. Bueno, lo que fí­sicamente queda de ella, porque aquí­, lejos de su casa, queda también algo de ella, no sé si lo mejor, no sé si lo único, queda su sonrisa. 

Ayer la despedimos. Asistió un buen grupo de sus compatriotas. Todos de negro, todos con su pelo recogido. Todas con su falda negra, todas con su blanca camisa ribeteada en azul. Algunos blancos les acompañamos. Algunos blancos buscamos el dinero para pagarle ese viaje, puede que un dispendio, puede que un disparate, puede que sea simplemente por ella y por su madre. Algunos blancos compartimos con ellos un mal trago. Todos, los blancos y los indios, dejamos por un rato de ser ellos y nosotros para ser sólo humanos. 

Ana era una más de esas personas que luchan por sus sueños fregando nuestros desperdicios. De esas que cuando mueren desaparecen, y cuando viven parecen ausentes. No fue ni siquiera fácil buscar iglesia y cura, y es que hasta la cristiana compasión para algunos tiene precio y administración. 

Menos mal que al final siempre hay un claro en un nublado. Menos mal que al final siempre hay quien demuestra que el corazón no tiene piel, menos mal que sin ser sensiblero uno puede rendir tributo a quien trabajó con nosotros. 

La misa acabó con unas palabras de Jesus Mari Alegrí­a, de Pinttu. Sensibles, sentidas, comprometidas, y sobre todo, sinceras. 

Fue triste porque es de muerte de lo que hablamos. Lo fue menos por lo que vivimos. Y es que en definitiva, ¡qué bueno es comprobar que algo huele a humano en esta sociedad!

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