Resaca del 11

publicado en el periódico de álava

 

Podrí­a empezar de otras mil maneras, pero lo cierto es que el cuerpo me pide marcha y mis manos me ruegan que no las contenga. Así­ que empezaré diciendo que han conseguido hartarme, y quiero suponer que es algo que no me ha ocurrido sólo a mi.

Me ha hartado el aparato propagandí­stico americano y me han hartado también los subalternos de este lado del atlántico que no han sabido, no han podido o no han querido sustraerse a este bombardeo lacrimógeno.

Como si de disolver una manifestación se tratase, nos han rociado con reportajes, perfiles, documentos, canciones, himnos y demás aparato mediático para evitar que el humo y las lágrimas de los gases nos dejen ver la realidad.

Y la realidad es más simple de lo que parece, más simple y mas triste.

La realidad primera es que en Estados Unidos murieron cerca de tres mil personas, y eso es triste. Conocemos todos sus nombres y apellidos, hemos visto a las familias que dejaron. Realmente muy triste. Tan triste como el número indeterminado de ví­ctimas que la conquista de Afganistán ha causado. Ví­ctimas de las que no conocemos con certeza el número, ni hemos visto sus familias, ni sus bienes destruidos. Están realmente muertos.

También es real que intentan convencernos de que toda esta guerra es nuestra guerra, y que todo lo que hacen lo hacen por nosotros, por la paz, la libertad y la democracia. Pero algunos no nos dejamos convencer. Tenemos la impresión de que nos engañan.

La tenemos porque algunos por principio no creemos en las guerras, y menos en las que se justifican como medio de alcanzar la paz. La paz nunca se construye tapando los problemas con los sables. La paz se construye solucionando las causas de los enfrentamientos, y esa solución es la mayor garantí­a de seguridad, la única. Lo demás son parches, tiritas y ganas de confundir a la sociedad.

La tenemos también porque no compartimos el modelo de occidente que pretenden imponer. Un occidente dominado por las grandes corporaciones, inmisericorde con los pueblos que previamente ha esquilmado; un occidente en el que la seguridad prima sobre los derechos humanos y en el que los intereses estratégicos y económicos pesan más que la soberaní­a de los pueblos y el derecho internacional.

No nos convencen las mentiras, ni creemos en grandes palabras para justificar lo injustificable. Si los intereses económicos de los grupos que gobiernan EE.UU. quieren asegurar su control sobre el petróleo iraquí­, que lo digan. Si tan importante es la posición geoestratégica de Afganistán que lo digan. Pero que no hablen de libertad, de justicia, de democracia los que armaron, instruyeron y financiaron a quienes ahora son los demonios de occidente.

Frente a este modelo seguimos existiendo los que creemos en escenarios de convivencia, de respeto absoluto a los derechos humanos, de justicia social, y en definitiva de paz, bienestar y democracia más real que formal.

Cierto es que no parece mal a quienes siempre nos hemos definido partidarios de soluciones pací­ficas que se inspeccionen, y hasta que se destruyan,  los arsenales iraquí­es. Pero nadie habla de inspeccionar o destruir los arsenales americanos, ni los europeos. ¿Son acaso mejores nuestras armas? ¿Son menos dañinas? ¿Para quién?

Sabemos pues que nos engañan, y lo más triste, y a la vez más real de todo esto, es que nos engañan con lágrimas, las de sus ví­ctimas. Las de las ví­ctimas de cuyo dolor se han apropiado para fines perversos. De las unas porque las muestran hasta la saciedad, de las otras porque las ocultan.

Las nuestras, las que caen por todas y cada una de ellas, son transparentes. Nos dejan ver la realidad, y no nos impiden ver claras dos cosas. Nunca el dolor cura el dolor, ni una injusticia se corrige con otra, ni siquiera la justifica.

El que esté harto de guerra que busque la paz, y aunque a veces no sea el camino más corto, es sin embargo el que más derecho va.

La paz no se consigue declarando la guerra, ni siquiera al terrorismo.

En todo caso no estarí­a de más recordar a Marx, Groucho, cuando decí­a algo así­ como que lo bueno de la televisión es que invita a apagarla y leer un buen libro.

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